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El callejón
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El nacimiento de una narración

El cuarto capítulo de “True Detective” se cierra con este fabuloso plano secuencia de más de seis minutos (rodado en tiempo real, sin cortes), que transcurre en un barrio marginal de la ciudad tejana de Houston. Todo un derroche de talento y adrenalina.

"Hoy en día las mejores películas duran tres temporadas"

Federico Carrillo Sosa, director de fotografía

Hace ahora noventa años, un día cualquiera, un grupo reducido de ejecutivos de la recién creada Metro-Goldwyn-Mayer asistió, entre el asombro y la repugnancia, a la proyección del primer montaje de Avaricia (Greed), la versión cinematográfica de la novela McTeague, original de Frank Norris (1870-1902), el equivalente norteamericano a Émile Zola. De un realismo descarnado y sin duda moralizante, este relato, protagonizado por personajes mezquinos y profundamente desgraciados, trató de ser llevado a la gran pantalla en toda su crudeza, hasta el punto de que se cuenta la leyenda de que su director, el extravagante Erich von Stroheim, se presentó en el plató la primera jornada de rodaje con el tocho de Norris bajo el brazo, lo abrió por la primera página y dijo a los miembros de su equipo: "Señores, aquí tienen ustedes el guión, comencemos a filmarlo".

Sea verdadera o no la anécdota, lo cierto es que la producción de Avaricia se prolongó durante dos años, apenas se emplearon decorados y casi en su integridad fue rodada en escenarios naturales, incluido el paisaje desértico del Valle de la Muerte (en el que transcurre su célebre escena final), donde actores y técnicos tuvieron que soportar temperaturas de hasta cincuenta grados y hubo que proteger las cámaras con toallas heladas.

Los pocos afortunados que tuvieron el extraño privilegio de contemplar el primer montaje de esta obra maestra del arte cinematográfico debieron hacer una pausa para tomar un refrigerio, ya que la duración del film se aproximaba a las nueve horas. Presionado por el estudio, Stroheim redujo su desmesurada criatura a cuatro horas de metraje. Posteriormente y sin permiso del cineasta, la productora ordenó una tercera edición que dejó la cinta en la versión que hoy se conserva, ya que el resto de rollos de celuloide fue destruido, perdiéndose para siempre la totalidad de una pieza que hoy es considerada patrimonio de la Humanidad. Sería algo parecido a que, en la actualidad, del lienzo de Los fusilamientos de la Moncloa apenas se conservase un fragmento del pelotón haciendo fuego sobre el mártir de la camisa blanca y los brazos extendidos.    

Afortunadamente, hoy en día resulta casi imposible que la implacable maquinaria de la industria del cine pueda cometer semejante tropelía contra el arte y contra el sentido común. Aunque también es verdad que, en el presente marasmo en que ha derivado el cinematógrafo como medio de expresión e instrumento narrativo de primer orden, las posibilidades de que se produzcan obras como Avaricia son prácticamente nulas.

Sin embargo, al espectador adulto, que aprecia el calado de las historias por encima del trucaje y que antepone el rigor y la inteligencia al entretenimiento puro y duro, aún le queda el consuelo que halla en la ficción televisiva, que en este primer tercio del siglo XXI vive un extraordinario y soberbio esplendor.

Agotada toda su veta de creatividad debido a las imposiciones mercantilistas, que asfixian el riesgo y la originalidad en aras del beneficio económico, a la narrativa cinematográfica sólo le queda la pequeña pantalla como único resquicio por el que asomarse al exterior. Y de ahí, a través de ese espejo opaco, por medio de sus seiscientas veinticinco líneas o sus millares de puntos de definición, se cuelan en el íntimo acomodo de nuestro hogar propuestas audiovisuales audaces, valientes, desafiantes. Asombrosas creaciones como True Detective, una miniserie de ocho capítulos, distribuida por la HBO (canal de cable estadounidense que marca un antes y un después en la historia del medio), que hibrida lo mejor de ambos mundos, el fílmico y el catódico, para ofrecer al espectador una espléndida novela negra contada en ocho horas.

Inspirada en unos turbios sucesos ocurridos en Ponchatoula, una pequeña localidad situada al sur del estado de Louisiana, en la que los abusos sexuales a menores se mezclaban con prácticas satánicas por parte de los miembros de una oscura congregación religiosa, True Detective es un viaje intenso y escalofriante al lado más sórdido de la condición humana.

El relato, que prosigue un eje cronológico lineal pero constantemente interrumpido por saltos hacia atrás en el tiempo, se vertebra en torno a la investigación que, en 1995, llevan a cabo una pareja de policías estatales sobre unos crímenes que se han realizado siguiendo un macabro ritual. Esta trama se solapa con los interrogatorios a los que son sometidos estos mismos agentes, quince años después, cuando ya han abandonado el cuerpo y ambos descubren (al mismo tiempo que el espectador) que en aquel primer caso en el que trabajaron juntos había quedado suelto un cabo. Un inquietante y siniestro hilo de Ariadna que ha de conducirles, de forma irreversible, a enfrentarse con el terrible Minotauro, agazapado en el corazón mismo de un laberinto que, como el alma del hombre, es un nido de serpientes envuelto en tinieblas.

Escrita y producida por Nic Pizzolatto, un prometedor novelista y guionista oriundo de Nueva Orleáns, y dirigida y co-producida por Cary Joji Fukunaga, un joven realizador cuya tercera película fue la última adaptación que se ha hecho de Jane Eyre, True Detective, que cuenta con un reparto espectacular (las caracterizaciones de Matthew McConaughey y Woody Harrelson son sencillamente memorables), se ve con la voracidad y el adictivo interés con que se lee una buena intriga policíaca, con el añadido de que aquí no hay que imaginar prácticamente nada porque las imágenes, magníficamente filmadas por el operador Adam Arkapaw, proporcionan al espectador todo cuanto necesita. El resto, que apenas deja entrever el contorno de unas sombras amenazantes, se intuye, se palpa, se presiente. Mientras, la narración fluye, con ritmo propio, repleto de silencios y de miradas, abrupta e imparable, hacia un desenlace inesperado y desgarrador.

No espere a que se la cuenten. Véala. Vívala. Merece la pena. Y mucho.

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