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El callejón
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Del catenaccio y otros demonios

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A Manuel Bethencourt Pérez, ex futbolista y tabaquero, siempre presente en nuestra memoria, quien, entre otros grandes aciertos, rebautizó a cierto jugador holandés con el nombre que aquí se utiliza y a quien también llamaba La Bailarina 

Ninguna imagen retrata mejor al barcelonismo, que fue un invento de Vázquez Montalbán para vender los libros que le editaba el charnego Lara, que esos más de veinte mil espectadores alemanes que accedieron el pasado jueves al coliseo azulgrana (templo pagano del catalanismo -otro timo- construido por obra y gracia de Ladislao Kubala y de Francisco Franco, tantas veces condecorado por el club més que un club: favor con honor se paga) por medio de las entradas que les habían revendido a precio de gas ruso los mismos socis que el autor de Asesinato en el Comité Central había bautizado como el auténtico “ejército civil y desarmado de Cataluña”.

Pero es que, querido Manolo (permíteme el compadreo, maestro Jedi de un periodismo ingenioso, combativo y de doble sentido, hoy reducido a la ruina intelectual y moral más abyecta), la cosa ahora está muy mal; el procés ha saqueado el erario público y Barcelona se asemeja más a la ciudad de El planeta de los simios (desde donde firmaste uno de tus primeros ensayos) que a aquella urbe cosmopolita, portuaria y promiscua que en su día albergó la sede mundial de editorial Planeta, de la que tan jugosos beneficios obtuviste y que tanto ganó con tu versátil pluma.

En la actualidad, para desgracia de todos, la patria catalana no es más que un postre empalagoso (y mortal para todos los diabéticos, sean o no de Madrid, como es mi caso) y un erial, un escombro: es el polvo que deja tras de sí el paso lento y pesaroso de un pueblo que se encamina, con paso firme y decidido, hacia su autodestrucción (la cita, más o menos, es un refrito de Ortega y Gasset, que de estar vivo se habría exiliado lo más lejos posible del planeta: de la editorial y del otro, claro).

Y luego, para más inri (que me disculpen los católicos que celebran estos días sus fiestas mayores), como Xavi Hernández solo tiene la ESO, que, en la nueva reforma educativa (un engendro cuyo acrónimo, LOMLOE, o algo así, es un guiño a la rotunda poesía de La Charanga del Tío Honorio, de Andrés Pajares y de Fernando Esteso), pasa a tener el valor académico de una etiqueta de Anís El Mono (de vuelta a Darwin, qué se le va a hacer…), no sabe (más bien se niega a reconocer) que sus abuelos proceden de fuera de Cataluña y que el glorioso pasado de esa región es una ensoñación marcheniana (por Dios y todos los santos, no confundir con machadiana), perpetrada por el muy poco honorable Pujol, su corte de sectarios, comisionistas y parásitos, y financiada con dinero de todos los españoles, españolas, españolos y españolis, incautado por el PSOE y el PP, que son el alfa y el omega, principio y fin, de un montón de guano que no sirve ni de abono, ni de pienso, ni de nada de nada. De hecho, PSOE y PP podrían firmar la crónica de la nada hecha pedazos, siempre que le paguen derechos de autor a Juan Cruz Ruiz, que cobra por todo y por nada.

Lo que le ocurre a Xavi es que no quiso saber de Luis Aragonés en cuanto dejó de ser seleccionador. Poco a poco, se olvidó de llamarle, de pedirle consejo, y el viejo se murió cuando ya era demasiado tarde para despedirse de él como mandan los cánones de la buena educación, la lealtad y la gratitud. Pero es que a estos chicos, mimados y criados en la convicción de que han inventado el fútbol, es pedirles un esfuerzo mental excesivo.

Por eso Xavi mete tanto la pata. Como cuando el otro día definió al F.C. Barcelona, su Barcelona, en términos que lo asemejan a la Atenas de Pericles o a la Escuela de Fráncfort (qué tiempos, ¿eh, Habermas?).

Y esto es algo que Luis dejó dicho para toda la vida: en el fútbol español, el Panathinaikos siempre gana, el Barca juega muy bien y el Atlético pelea a la contra.

Y ha sido así desde mucho antes de que naciera Croff (a quien el barcelonismo y el independentismo han elevado a la categoría de San Juan Bautista, mezclado con Leonardo da Vinci y Thomas Alba Edison); quien se crio en la cantina del Ájax y que a los once años perdió a su padre en un infarto (se descarta cualquier relación con el COVID o con las vacunas) y encontró el cariño verdadero (él, que siempre lo vendió todo, como su tocayo Johan Cruyzz Ruiz, vamos, pero con muchísimo más talento) en el jardinero del club holandés y en su mentor deportivo, Marinus Michels, entrenador del primer equipo, que le enseñó al delgadísimo centrocampista cómo tenía que alimentarse, además de jugar sin balón. Míster Mármol, el gran estratega, el arquitecto del llamado fútbol total, tampoco inventó nada. Que en este juego está todo creado desde hace más de noventa años.

Por ejemplo, el denostado catenaccio (o cerrojo, o autobús, o muro de piedra, o baluarte, o lo que recientemente hizo en el encuentro de ida el Panathinaikos contra el PSG, je, je, je…) fue la fórmula que encontró Vittorio Pozzo para que el Duce no le cortara los pozzi, en el Mundial de 1934, donde comenzó esta rancia dicotomía entre ataque y defensa, creatividad y resistencia (ahora es resiliencia, y ecotransversalidad, y sororidad, y asertividad, y otras palabras grandilocuentes hueras de contenido), porque Austria, dirigida por el visionario Hugo Meisl, realizaba un juego combinativo y vistoso: no en vano la denominaban el Wunderteam. Aunque ganaron los primeros, que tuvieron ayudas arbitrales escandalosas (como en el partido contra España, donde a Ricardo Zamora lo inflaron a patadas en un córner para meter gol: cómo sería la cosa que el árbitro sueco, o noruego que se hizo el sueco, de regreso a su país, fue inhabilitado de por vida por su propia federación) y eso le costó la amistad a ambos seleccionadores, Pozzo y Meisl, que se conocían de antaño.

Después, este sistema defensivo lo perfeccionó Nereo Rocco, en el Milán, que goleó cuatro a uno al Ájax de Michels y un joven Croff, en la final de la Copa de Europa de 1969, que se jugó en el Santiago Bernabéu, siguiendo un patrón similar al que implantó con gran éxito Helenio Herrera en el Inter de los sesenta, en el que militaban dos extraordinarios futbolistas españoles: el coruñés Luis Suárez y el madrileño Joaquín Peiró.

Dejo para el final a Guardiola, que nunca tendrá la grandeza de H.H., de Rocco o de Luis, entrenadores que han dirigido equipos de todo pelaje. Su soberbia es tan infinita como sus cortas entendederas. Además de gilipollas es un tipejo de la peor calaña. Si no, que se lo pregunten a la viuda del pobre Tito Vilanova, quien tuvo que cantarle las cuarenta a la esposa del calvo, cuando una mañana se la tropezó en Central Park y le echó en cara que ninguno de los dos compatriotas había ido a visitar a su marido mientras éste se apagaba como una vela en un cuento de Dickens, en la soledad de la habitación de un carísimo hospital neoyorkino, y el otro, el genio de Santpedor, se dedicaba a perfeccionar su inglés, a la espera de que algún gran club continental contratara sus desmesurados servicios.

Ayer, este consumado tolete, que tuvo colocada a su hermana a sueldo de la Generalitat como embajadora de esa mascarada de país inexistente, reconoció no haber aprendido nada del partido que su actual escuadra disputó el miércoles en el Metropolitano. No me extraña. Suele ser uno de los primeros vicios del ignorante: sobrevalorar su propio desconocimiento.

No te queda nada dentro de quince días, mentecato. No te queda nada…

Como diría el personaje de Max Cady en El cabo del miedo: “Ara sabràs el que és perdre”.

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