Para mi hermano Carlos, que a los ocho años clavaba la imitación de Groucho
El Talmud constituye, junto a la Torá, el hormigón textual sobre el que se ha levantado la religión hebrea. Consiste en una compilación de comentarios y discusiones en torno a diversos temas cuyo punto de partida lo marcan las tablas de la Ley que Moisés redactó al dictado de Dios (Yavé) cuando permaneció en absoluta soledad en la cima del Monte Sinaí. Entre los cientos de proverbios que podemos encontrar en las páginas del Talmud figura una referencia a los bufones, expresión que designa, por igual, a los ingenuos, a los inocentes, a los tontos e incluso a los payasos (en el sentido literal de la palabra). "Ellos traerán la redención", escribe el anónimo rabino. "Tal vez porque, de forma genuina y espontánea, viven en gracia de Dios", añadimos nosotros. "Y ya se sabe que Dios es muy gracioso", apostillaba el célebre chiste que circulaba, clandestino, en cierta época no muy lejana, motivado por la inscripción con que se acuñaban las pesetas y los duros: Francisco Franco. Caudillo de España por la gracia de Dios.
Bromas teológicas aparte, lo que es completamente seguro es que el escriba que añadió la referida sentencia al Libro Sagrado ignoraba que, dieciocho siglos más tarde, tal principio iba a alcanzar sobrado cumplimiento en la persona de tres hermanos judíos, de origen humilde, cuyo ingenio incontrolable e impudorosa desfachatez revolucionaron para siempre el concepto del humor dentro de las artes escénicas.
Hijos de un modesto sastre y de una cantante y profesora de piano, con ancestros alemanes, Leonard (Chico), Adolph (Harpo), Julius (Groucho), Milton (Gummo) y Herbert (Zeppo) Marx fueron aleccionados por su madre, desde muy jóvenes, para entrar a formar parte de un mundo, el de la farándula, que corría por sus venas antes de que éstos nacieran, ya que provenían de una familia en la que había habido diversos artistas de vodevil. Cuatro de ellos (Chico, Harpo, Groucho y Gummo) integrarían un coro de voces blancas ("Las seis mascotas") que intentó con desigual éxito lograr cierta notoriedad en el circuito local de teatrillos y cafetines del estado de Nueva York en los años anteriores a la Primera Guerra Mundial.
Las penosas condiciones de Groucho para la música le obligaron a explotar su incontenible vis cómica, a través de toda clase de comentarios jocosos y provocativos exabruptos que el público empezó a recibir con agrado. La aceptación de estas ocurrencias, muchas de ellas improvisadas, llevaron al familiar cuarteto a replantearse el género de espectáculo que ofrecían. La progresiva inclusión de gags y de sketches en los que la carcajada era el objetivo primordial fue definiendo poco a poco a unos personajes que terminarían siendo reconocidos universalmente. Así, Chico, que mostraba una extravagante habilidad para tocar el piano, se especializó en el rol de pícaro y truhán, que imitaba el acento italiano de sus vecinos de barrio. Por su parte, Harpo, que era un consumado intérprete del instrumento de cuerda del que tomaba su apodo, optó por la comicidad gestual, heredera del arte de la pantomima y gemela del cine mudo. En cambio, Groucho prosiguió en su labor de construir el locuaz, irreverente y excéntrico caradura que convertiría en mordaz e inimitable proyección de sí mismo. Por último, a Zeppo, que sustituyó a Gummo cuando éste tuvo que alistarse en el Ejército, le tocó en suerte desempeñar el papel de apuesto galán, a pesar de que todos reconocían que, fuera de la escena, nadie igualaba su simpatía natural y su condición de genial bromista.
El innegable talento de los hermanos Marx, que pusieron a prueba su innovadora y heterodoxa fórmula teatral ante públicos de muy distinto pelaje, después de recorrer el país de costa a costa, de la América urbana y cosmopolita a la América rural y profunda, no pasó desapercibido para los empresarios de Broadway, quienes los contrataron con salarios de estrellas para intervenir en revistas musicales confeccionadas a su peculiar medida. A lo largo de la década de los veinte los Marx protagonizaron auténticos taquillazos (I"ll Say She Is, The Cocoanuts, Animal Crackers) ya que cultivaban un estilo de comedia donde el absurdo y el disparate hacían saltar los convencionalismos y las buenas costumbres de una estirada e hipócrita sociedad burguesa que era igualmente torpedeada desde la literatura, la música y la pintura, a partir de postulados surrealistas, dadaístas, futuristas o expresionistas. En España, esta corriente de inconformismo y de voladura controlada de las normas sociales dio pie a una extraordinaria generación de poetas (Federico García Lorca, Rafael Alberti, Miguel Hernández, Jorge Guillén, Pedro Salinas, Luis Cernuda, Vicente Aleixandre) y a una no menos fabulosa hornada de humoristas y comediógrafos (Enrique Jardiel Poncela, Miguel Mihura, Edgar Neville, Antonio de Lara "Tono", José López Rubio, Joaquín Calvo Sotelo, Álvaro de Laiglesia).
La fama adquirida por los hermanos Marx en los escenarios neoyorkinos, donde concitaban la admiración de intelectuales, columnistas y dramaturgos, hizo prácticamente inevitable su salto a la gran pantalla. La floreciente industria del cine acababa de embarcarse en el reto de la sonorización de las películas y necesitaba material fresco, a poder ser, de primera calidad, para convencer y cautivar a una audiencia masiva. En ese sentido, las comedias de los Marx ofrecían todas las garantías.
Precisamente, el próximo lunes, 3 de agosto, se cumple el octogésimo aniversario del estreno de Los cuatro cocos, la primera incursión cinematográfica de estos modernos cómicos de la legua, cuyos tres primeros filmes no pasaron de ser una mera adaptación de sus desbarajustes teatrales. En su cuarto largometraje, Plumas de caballo (1932), desenfadada aproximación al mundo universitario, que se adelanta cuarenta años a la hoy mítica (y muy inferior) Desmadre a la americana, los hermanos Marx se liberan de la carga que supone el apego a un guión escrito para el teatro y comienzan a explorar a fondo las ilimitadas posibilidades que les brinda el lenguaje audiovisual. Inmediatamente después, en 1933, ruedan su primera obra maestra, Sopa de ganso, una sátira despiadada a costa de la clase política y de la diplomacia de la vieja Europa, de rancios gabinetes ministeriales e ineptos hombres de estado, que pronto serán arrasados por los fascismos que desencadenarían la Segunda Guerra Mundial. Aunque obtuvo las mejores críticas de su carrera, esta comedia de ritmo febril y de momentos impagables (la secuencia del juicio a Chico por traición puede interpretarse como el reverso amable de los espantosos procesos estalinistas) no conectó con el gran público y los cuatro hermanos abandonaron los platós de cine durante tres largos años que vivieron como una especie de destierro, de expulsión de la tierra prometida.
El responsable de la resurrección cinematográfica del singular trío (Zeppo había decidido dejar la carrera de actor para convertirse en manager vitalicio de sus tres hermanos mayores) no fue otro que el legendario productor de la Metro, Irving Thalberg, un joven y elegante ejecutivo, de exquisitos modales, sin afán de notoriedad (prohibió que su nombre figurase en los títulos de crédito de todo film en el que hubiese intervenido) y con un olfato increíble para al negocio de hacer películas. Este hombre, tímido y escurridizo, que inspiró a Scott Fitzgerald El último magnate, admiraba sinceramente a los Marx y les propuso una nueva forma de comedia, algo más tradicional pero sin renunciar por ello a su estilo anárquico y gamberro.
El resultado de esta colaboración, Una noche en la ópera, no sólo marcó las pautas de lo que sería la posterior trayectoria de estos artistas incalificables sino también su techo como comediantes. El sello de Thalberg está presente en la cuantía y calidad de los recursos empleados (como se comprueba en los más que aceptables números musicales -la canción Alone fue candidata al Oscar- y en la esmerada escenografía) y se evidencia en la trama sentimental (y deliciosamente cursi) que sirve de pretexto para que los tres hermanos encarnen por vez primera (hasta su última película juntos, Amor en conserva, 1950) el papel de traviesos duendes custodios o de cupidos malcriados que ayudan a una pareja en apuros.
En Una noche en la ópera, que es una de esas diez películas que uno rescataría para la posteridad o se llevaría a una isla desierta, los Marx siguen siendo insolentes y procaces (sus escaramuzas para destrozar la representación final de Il trovatore resultan inolvidables) pero adquieren un ligero sesgo de ternura que los humaniza y los convierte en maravillosos y desvergonzados antihéroes (como cuando suplantan a los aviadores rusos que acaban de realizar la proeza de llegar al Polo). Además, no están solos. Les acompañan la irrepetible Margaret Dumond, sempiterno y rotundo objeto del deseo de Groucho y resignada víctima de sus desquiciantes desplantes y adulaciones; dos villanos de pega, odiosos aunque adorables en su ridiculez (unos estupendos Walter Woolf King y Sig Rumann) y un guión trufado de hallazgos deslumbrantes y de episodios soberbios (debidos a la sagaz inteligencia, entre otros, de George S. Kaufman y Morrie Ryskind, responsables de los más inspirados libretos de los Marx).
La posterior singladura por las pantallas de cine de los geniales hermanos trató de continuar, con irregular suerte, la línea apuntada en esta joya. La temprana muerte de Thalberg, acaecida en 1936, supuso un trágico revés para la industria y también para el trío de cómicos, que nunca supieron desenvolverse con la misma vitalidad sin el prudente y sabio patrocinio de su amigo y mentor. No obstante, un paseo por las siguientes películas de estos bufones únicos e irrefrenables siempre garantiza un rato de gratificante y jovial diversión.
Soy devoto de ellos desde niño. Tendría seis o siete años cuando vi El conflicto de los Marx ("¡¡¡Tres hurras por el capitán Spaulding!!!"), con diez u once disfruté de Sopa de ganso en el cine-club del instituto Alonso Pérez Díaz y todavía me acuerdo de cómo, un par de años más tarde, mi hermano Míguel y un servidor nos caímos al suelo, partidos de risa, con la escena del desayuno en El hotel de los líos, después de que Harpo y Chico persiguieran desesperados y hambrientos un pavo que volaba dentro de la habitación.
Nadie me ha hecho reír tanto en la vida como los hermanos Marx (si exceptúo a mi tío Pepe, también conocido como José Amaro Carrillo Trujillo, cuya maestría en la narración de chistes y anécdotas es proverbial) y su bendita capacidad para poner patas arriba la realidad cotidiana, su carencia del más mínimo sentido del ridículo y su saludable anarquía no han sido jamás superadas en el dichoso y pacífico campo de batalla del humor (bueno, si dejamos a un lado al inigualable José Carlos Mauricio).
Ocurrió hace más tiempo del que me gustaría recordar. Me senté delante del televisor, merienda en mano, porque anunciaban un programa cuyo tema despertaba en mí un sinfín de felices (e ingenuas) expectativas: Marx, a luz de la actualidad. Confiado en disfrutar de imágenes de mis ídolos, me topé con una inesperada confusión. En lugar de Groucho, Chico y Harpo, allí hablaban de un tipo barbudo con aspecto antipático. Desilusionado, apagué la tele y me puse a hacer los deberes del colegio para el día siguiente. Luego, con el transcurso de los años, de los desencuentros y de los desencantos, mientras mi amor por los hermanos Marx ha permanecido incólume, he podido constatar que aquel señor con barba blanca era, en efecto, un alemán más agrio que afable, aunque, al igual que los cómicos judíos, él también había contribuido a su manera a redimir a la Humanidad.