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El callejón
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El paripé (II)

Hace tan solo unas horas se ha escenificado una ceremonia de abdicación, carente por completo de la grandeza absurda y regicida de los dramas shakespearianos, que ha tenido por protagonista al aún Jefe del Estado español. En una renuncia por escrito y posterior comparecencia pública, preparada y medida al milímetro (con una escenografía austera, que incluía el retrato de su sucesor y de la legítima heredera como fondo del encuadre), Juan Carlos de Borbón ha anunciado su despedida como detentador de una corona que le fue concedida por un dictador, en perjuicio de su señor padre y que luego hubo de garantizar en los difíciles años de la transición y cuya supervivencia blindó a través de una constitución redactada a la carta, que le ha permitido perpetuarse en el poder durante treinta y seis años de reinado. A decir verdad: treinta y seis años con más luces que sombras.

            La abdicación del Rey, que llega al menos con una década de retraso, no es sino el inevitable, pactado y acordado sacrificio que los verdaderos grupos de presión (la concatenación de comunes y oscuros intereses financieros, políticos y jurídicos, cuando no directamente criminales: el poder puro y duro) se han visto forzados a realizar, para salvaguardar sus compartidos privilegios, o sea, sus respectivos culos, actuando de forma colegiada y en perfecta sintonía, enquistados y encastados en el sistema democrático como huéspedes parasitarios que vienen repartiéndose la tarta de la democracia en cuanto unos y otros, con la connivencia de la ya autoextinta jefatura del Estado, se quitaron de encima el incómodo lastre que suponía la figura amenazante de Adolfo Suárez.

            Pensar lo contrario es creer en la existencia de los Reyes Magos o, si lo prefieren, considerar que el presunto árbitro que pitó la última final de la Copa de Europa llevó a cabo su labor con total imparcialidad. Ustedes mismos.

            Ahora, una vez que por mandato de Emilio Botín y del resto de gerifaltes, que son los que de verdad llevan el timón de la nave y mueven a ministros y secretarios de Estado como (des)honestos titiriteros que deciden sobre las vidas y haciendas de Gorgorito y sus colegas en el retablo que por estas fechas se ha montado en el parque García Sanabria, han puesto en bandeja de plata el egregio busto del arrugado y desmejorado Borbón, remendado y desvencijado como un viejo Audi que ya no da para más, para contento de la alta burguesía y de empresarios de primer nivel que estaban contemplando con una mezcla de asco, terror y desconfianza el efímero éxito electoral de la pasada semana obtenido por fuerzas de extrema izquierda, ha llegado el momento de que la inmensa minoría, aquella a la que aún le queden apenas unos átomos de decencia y dignidad y esté dispuesta a superar las diferencias en beneficio de quienes están llamados a heredar el porvenir, dé un paso al frente y se aglutine y sume esfuerzos alrededor de una plataforma ciudadana plural, integradora, cívica, verdaderamente independiente y progresista, que intente hacer realidad lo que hoy parece imposible: que la república es la forma de democracia menos mala porque es la única en la que el poder emana del pueblo.

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