A Dani y Roger Monzo García, auténticos “birrias” y campeones de la lealtad y el sufrimiento; al inolvidable Rommel Fernández, siempre presente, y a su no menos entrañable entrenador Benito Joanet; a Justo Gilberto, a Ñito y a todos los que como ellos ya no están pero siguen estando; y a mis ex-compañeros del IES Poeta Viana, Paco Granero, Luis Pastor y Jesús Fernández, abonados de tribuna alta, que hoy -eso espero- celebrarán este merecido ascenso desde sus localidades del tercer anfiteatro
Fue muy avanzada la década de los setenta del pasado siglo cuando el periodista Salvador García Llanos, aún en activo, acuñó el calificativo de “irredento” para referirse al Club Deportivo Tenerife, hundido por aquel entonces en la más anodina de las mediocridades: encallado en la Segunda División B (poco antes había caído incluso en el pozo profundo de Tercera), el Tenerife era un cascarón vacío, un buque herrumbriento y mohoso, listo para el desguace, que concitaba entre los aficionados mucho menos interés que el Toscal C.F., campeón de España en la categoría de Aficionados.
Obligado a ver partir a los mejores jugadores de la tierra (los Jorge, Barrios, Cantudo, Juanito ‘El Vieja’, Felipe, Robi, Salvador, Diego, Juanito…) rumbo a la Península o a la Unión Deportiva Las Palmas, el Tenerife, fundado en Santa Cruz, en noviembre de 1912, como Sporting Club, ni siquiera poseía un estadio propio, el Stadium, al que su presidente, Heliodoro Rodríguez López, dotó de cemento y nombre, ya que el Cabildo hubo de expropiarlo para impedir que la entidad blanquiazul desapareciera.
Históricamente, al coincidir en el tiempo y en la geografía urbana con otros equipos de gran arraigo entre la población chicharrera (el Real Unión de Tenerife, el Unión Deportiva Salamanca, el Club Deportivo Iberia o el Club Deportivo Price), el Tenerife siempre provocó el rechazo, cuando no directamente el desprecio, de las hinchadas rivales, que lo veían como un simple entretenimiento, un juego, un pasatiempo ocioso con el que mataba los domingos su reducida masa social, integrada por comerciantes adinerados, empresarios del plátano y señoritos rentistas; de ahí que no tardara en popularizarse el apelativo de “birrias” con el que eran conocidos sus fieles e irreductibles seguidores.
Poco le duró al representativo (como mucho más tarde, en horas de mayor bonanza, lo rebautizó cierta prensa afín, que con populismo hortera asociaría la suerte del club a la de ATI) la condición de primer divisionario del balompié nacional, ya que permaneció en la máxima categoría una única temporada (1961-1962), tras la cual volvió a la irrelevancia habitual. La gran trascendencia y resonancia social de la gesta protagonizada por aquella memorable plantilla dirigida con mano férrea por el paraguayo Heriberto Herrera (Ñito, Colo, Correa, Álvaro, Villar, Borredá, Zubillaga, Santos, José Juan, Padrón y Domínguez) se vio dilapidada en apenas un año y el episodio pasó a convertirse en relato épico, en leyenda que las generaciones venideras incorporaron al imaginario colectivo con la escéptica convicción, entre verdad revelada y patraña, que envuelve a los mitos.
Ni siquiera el posterior y más longevo y exitoso periplo del Tenerife (que pasó a ser llamado ‘El Tete’ por el acervo popular o ‘Tenerifito’ por los puretas y abuelas que poblaban la grada de Herradura, que era un anfiteatro de madera reforzado con apliques y tornillos de hierro), dentro de la élite del fútbol patrio, entre 1989 y 1999, donde se clasificó en dos ocasiones en quinto lugar, disputó una semifinal de la UEFA (actual Europa League) y frustró por dos veces consecutivas el alirón liguero del Panathinaikos, consiguió que el club del Callejón del Combate echara raíces en la ciudadanía santacrucera. Así, la captación de los más prometedores futbolistas de la Isla para nutrir a su cadena de filiales contribuyó a generar el recelo y la antipatía en el resto de equipos tinerfeños, que siempre lo han contemplado como un depredador desleal, que paga tarde y poco, y que echa mano de la cantera justo cuando las deudas acucian a la cartera.
Con escasa o nula planificación y una gestión desastrosa, el “irredento” destino del Club Deportivo Tenerife, incapaz de sobreponerse a la marcha del difunto José Javier Pérez y Pérez, con quien la entidad tocó techos impensables (su principal legado es la Ciudad Deportiva de San Miguel de Geneto), conoció un cuarto ascenso a Primera (justo dos décadas después del segundo) para, a continuación, sufrir un doble descenso que lo condujo, de nuevo, en dos años calamitosos, a la Segunda B, inhóspito páramo que parece ser su hábitat natural.
Sin embargo, a pesar de su peculiar idiosincrasia, de su paupérrima economía, de su penosa política de fichajes, de su ancestral incapacidad para atraer a los mejores futbolistas locales (Pedrito, Ayose Pérez o Pedri), de su escasa pero inquebrantable parroquia y de poseer un vestuario propenso a devorar entrenadores, el Tenerife completa hoy su enésima travesía por el desierto y, después de una estupenda campaña, en la que no ha subido ya por no ofrecer la misma fiabilidad en campo propio que fuera de casa, se ha ganado con todo merecimiento el derecho a escribir una última y gloriosa página en su centenaria historia, hecha de exiguas y luminosas tardes de alegría y de hondas decepciones, cargadas de tristeza y desencanto.
Aunque sólo sea para complacer a su reducido y admirable grupo de ocho mil incondicionales, merece la pena que los jugadores (por cierto, muy bien dirigidos por el ex blanquiazul Luis Miguel Ramis) salgan al campo con la única consigna de ir hacia adelante, con coraje y pundonor, hasta la meta final.