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El callejón
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Antonio hace cumbre

Lucha de gigantes

Convierte

El aire en gas natural

Un duelo salvaje advierte

Lo cerca que ando de entrar

En un mundo descomunal

Siento mi fragilidad

Vaya pesadilla

Corriendo

Con una bestia detrás

Dime que es mentira todo

Un sueño tonto y no más

Me da miedo la enormidad

Donde nadie oye mi voz

Deja de engañar

No quieras ocultar

Que has pasado sin tropezar

Monstruo de papel

No sé contra quién voy

¿O es que acaso hay alguien más aquí?

Creo en los fantasmas terribles

De algún extraño lugar

Y en mis tonterías para

Hacer tu risa estallar

En un mundo descomunal

Siento tu fragilidad

Deja de engañar

No quieras ocultar

Que has pasado sin tropezar, oh

Monstruo de papel

No sé contra quién voy

¿O es que acaso hay alguien más aquí?

Antonio Vega, Lucha de gigantes

-… Y, para ello, hemos pensado que nuestra estratégica alianza con Marruecos debe impulsar las políticas de protección medioambiental en la región del Magreb, a través de una red solidaria que potencie la diversidad inclusiva y frene la natalidad expansiva, mediante una fiscalidad sostenible e igualitaria que grave a las grandes fortunas y emporios energéticos y que beneficie, a través de una baja tributación, a los más desfavorecidos…

Antonio. O sea, Pedro. Es decir, el presidente del gobierno de la coalición de progreso repite -al dictado de un diminuto auricular debidamente oculto en su oído derecho-, con monocorde precisión, el ampuloso e interminable discurso que han estado preparándole en las dos últimas semanas una veintena de escribas, asesores y asesoros, bajo la coordinación áulica de su principal hombre de confianza, un tipo invisible y remoto, de quien en Moncloa nadie, absolutamente nadie, sabe nada: ni edad, ni sexo, ni color de ojos, ni tono de voz; ni siquiera si se trata de una verdad a medias, de una mentira piadosa o de una patraña burda, como tantas otras, otros y otres parecidas, parecidos, parecides, desde que Antonio, o sea, Pedro, desbancara a su predecesor a lomos de una falacia ridícula y obscena (una frase de poco más de tres líneas entre cientos de páginas), urdida por una cuadrilla de jueces corruptos y fiscales deshonestas.

La monótona retahíla de palabras huecas como pompas de jabón, ingrávidas y gentiles, emanan con sutileza de sus cuidados labios de figurante ambiguo, muy al fondo de un plano general en el salón de un exótico burdel chino, sacado de una película de Von Sternberg, para instantes después flotar con esa gracia evanescente que tanto distrae a los imbéciles, a los sectarios, a los aduladores y a los siervos que tienen a este simplón enamorado de sí mismo por la reencarnación del rey Arturo pese a que, muy en el fondo, para que no se les note, todos ellos, ellas y elles, le desprecian porque su Camelot es un chusco camelo que nutre, a base de sobresueldos y cargos a dedo, tanta existencia parasitaria.

-… Por último, no quisiera pasar por alto que ahora más que nunca urge renovar y reforzar, desde la ecotransversalidad y el entendimiento mutuo, la estrecha relación que nuestros dos países mantienen desde que hace ahora cuarenta años el secretario general de mi partido, Felipe González Márquez, lograra que España fuera aceptada como miembra de pleno derecho en la Organización del Tratado del Atlántico Norte…

El monólogo (vaniloquio, más bien) se prolonga aún durante varios folios más. Mientras, al otro lado de la sala, sumido en lo que parece un breve letargo fúnebre, el presidente Biden apenas levanta su arrugado cuello de momia milenaria y dormita con serenidad de reptil. Un casi imperceptible gorgoteo, como el inquietante y macabro crepitar de unas uñas afiladas deslizándose sobre la superficie lisa de una pared, surge de su laringe y si fuera, fuese o fueso un lector medianamente aceptable (y no un cráneo vacío en el que se revuelve enjaulado el tigre de una personalidad tan mezquina como mediocre), Antonio identificaría tales desagradables ronquidos con la agonía entrecortada y tísica del desdichado señor Valdemar.

Transcurridos los cuarenta y cinco minutos de chapa, un diligente ayudante picotea suavemente con el índice el hombro del comandante en jefe de las fuerzas armadas del país más poderoso de la Tierra y el anciano regresa a este otro lado de la realidad.

Biden sacude con ligera inquietud su cabeza de gárgola petrificada y abre los ojos. Inmediatamente esboza una sonrisa que es como la siniestra mueca de la muerte de un enterrado vivo en el cuento de Poe (Poe, otra vez Poe: cómo evitarlo, al contemplar esta sombra torva, corva, despeluchada y severamente medicada, que siempre está como a punto de resquebrajarse al menor traspiés y que estruja el mundo, con obvias ansias de depravado, entre sus esqueléticas falanges de vampiro recauchutado con frecuentes dosis de ácido hialurónico, alcanfor y formol).

-¡Oh… Muy bien, amigo! -Acierta a decir el ilustre visitante, quien procura pronunciar la última palabra (amigo) en un español inconfundible: con un acento a mitad de camino entre Carolina del Norte y Barlovento-. Has hablado bien, muy bien. Me gustas. Eres un joven líder apuesto y ambicioso. Me recuerdas a mí cuando empecé en esto hace demasiado tiempo… Ya ni me acuerdo.

Nada más soltar esta frase y como para mostrar la parte más benévola de su carácter de hiena fosilizada, el presidente Biden prorrumpe en una carcajada abrupta, desvencijada, estertórea, como todo él.

Semejante esfuerzo de hilaridad fingida, más bien tuberculosa, lo sume en un ataque de tos incontrolable que lo lleva a esputar sobre la alfombra (una verdadera joya de arte omeya, regalo personal del monarca Mohamed VI a su leal y fiel lacayo de Tetuán) unos escupitajos viscosos, de tonalidad verde, que llegan incluso a salpicar a Antonio, quien luce uno de sus ternos más flamantes y exclusivos, recién estrenado: todo un lujo excelso que solo el dinero ajeno puede pagar.

-Oh, lo siento… Cuánto lo siento… -Se disculpa el carcamal con incómoda urbanidad, mientras otro de sus ayudantes, solícito, le recoge las mucosidades y otras babas en un pañuelo blanco que lleva impreso el escudo presidencial con el águila y el haz con las trece flechas y, bordada en su pico, la inscripción E pluribus unum.

Antonio, visiblemente enojado por el estropicio de asquerosas condecoraciones, en forma de lapos, que empieza a lucir en las solapas, por contra y muy en su papel de perfecto anfitrión, se esfuerza por mostrarse amable, campechano, hospitalario. Justo todo lo contrario a lo que es como individuo, cuando los focos se apagan y la oscuridad se cierne sobre él, amenazadora e implacable, con los fantasmas de tantas muertes y de tantos muertos (¿cien mil? ¿ciento cincuenta mil? ¿doscientos mil?) que lo señalan inequívocos en medio de un silencio de ceniza y odio, y que es su propio bosque de Birnam.

-Si quiere… Hacemos una pausa y puede usted ir al baño, señor presidente.

Biden, que ya ha recuperado el aliento, mira de pronto a su interlocutor con una mezcla de sorpresa, estupefacción y desconfianza.

-¿Y tú? ¿Quién coño eres tú?

Atónito, con el rostro descompuesto y las mandíbulas empezando a tensarse bajo los maxilares, Antonio trata de mantener la calma, de no perder la compostura.

-Presidente Biden, soy Pedro Sánchez, su homólogo. Se encuentra usted en el palacio de la Moncloa, en Madrid.

-¿Quién? ¡¡¡Qué cojon…!!! -De repente, Biden se levanta de su asiento cuan largo es, se quita de encima de muy malas maneras al individuo que intenta limpiarle el rostro de salivazos- ¿Quién coño me ha traído aquí? ¿Y quién es este pelmazo? ¡¡¡Que alguien me quite de encima a este majadero, joder!!! ¡¡¡El careto de este gilipollas es idéntico a otro subnormal que me dio la brasa en un pasillo no sé dónde!!! ¡¡Vámonos de aquí echando leches!!! ¡¡¡A mí no se me ha perdido nada en México!!!

En medio del tumulto, el presidente de EEUU abandona la sala a trompicones, sin caerse del todo gracias a la labor de sus hombres de confianza (que lo alzan como costaleros nazaríes) y es escoltado por los agentes de su servicio secreto, que, en buena lógica y desde tiempo inmemorial, protegen a los mandatarios norteamericanos de sus hombres de confianza.

Instantes después, al quedarse completamente solo, Antonio, visiblemente enojado, se arranca el pinganillo del lóbulo de su oreja derecha, lo arroja con ira a la alfombra y lo aplasta con la saña de un niño cruel y malcriado.

-¡¡¡A tomar por culo la puta resiliencia!!! ¡¡¡A tomar por culo!!! -grita Antonio, o sea Pedro, o sea el presidente del gobierno de la coalición de progreso, a la vez que pisotea la alfombra, una muestra de arte de incalculable valor, presa de una rabieta muy propia de alguien de su edad mental.

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