A María José Cano Guitarte, con humor
Los trabajos de datación les habían llevado aproximadamente entre quince y diecinueve meses. Fue una intensa labor de equipo que juntó a una docena de los mejores arqueólogos y antropólogos del mundo. Se enfrentaban a una empresa ardua y complicada, ya que la totalidad de restos, encontrados casi por azar en una sima sin aparente interés, por lo demás del todo punto inaccesible, se reducían a una única mandíbula, de un varón adulto, fallecido en torno a los veintisiete años de edad.
Por unanimidad, el dictamen de los especialistas resultó inequívoco: aquella media dentadura pertenecía al antepasado más remoto del hombre jamás hallado. No había la menor posibilidad de error, ni margen alguno para la duda.
Sin embargo, el forense se guardó para siempre un extraño descubrimiento que no fue capaz de revelar ni siquiera a su esposa, a la que le unía un vínculo de confidencialidad sagrado que sólo rompió un inoportuno infarto cuando él apenas empezaba a disfrutar de su merecida jubilación.
El médico se llevó consigo a la tumba el secreto. Tal vez a la espera de que alguien, en el más allá, le explicase el misterio de unas casi imperceptibles sub-partículas de titanio detectadas en una endodoncia practicada, en un molar posterior, por un diestro odontólogo, ciento noventa y tres mil quinientos años antes de que se inventara el cepillo de dientes.
Cocodrilo bajo la cama
Efectivamente, la antropología podría ofrecer respuestas a muchos misterios que los simples mortales no somos ni siquiera capaces de imaginar. La cuestión es si merece la pena llegar al fondo de esos enigmas… La pregunta eterna: ¿el conocimiento nos hace mejores, más felices, más libres? En fin, siempre nos quedará el amor y el humor.
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