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El callejón
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Antonio suelta lastre

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Adriana Lastra, esa insigne sucesora del pensamiento liberal e ilustrado que, en su Asturias natal, fundase Gaspar Melchor de Jovellanos (y en Galicia, Fray Jerónimo Benito Feijoo y Montenegro, que, a pesar del apellido, nada tiene en común con el hijo de Doña Rogelia), es la antepenúltima víctima (la penúltima acaba de ser la ya ex fiscal general del estado, María Dolores Delgado de Garzón) que su otrora compañero, patrocinado y líder contra pronóstico, se cobra en su primario, voraz y despiadado instinto de supervivencia. No en vano, Joaquín Balaguer, ex presidente perpetuo de la República Dominicana (patria de adopción y refugio de destacados dirigentes socialistas como Felipe González o José Bono), acuñó una frase tan siniestra como auténtica y que en tórridos e infernales días como estos nos viene como anillo al dedo corazón: “En política, todas las amistades son falsas y todos los enemigos, verdaderos”.

Aupado en el poder (casi absoluto) por una voluntad inasequible al desaliento, al pudor y, sobre todo, a la forma más elemental de conciencia cívica, Antonio, cada día más elegante y estilizado en su lucha cosmética contra una vejez prematura, ajeno al sentido común y a la decencia, que no duda en triturar en el pasapuré que ponen a su disposición la práctica totalidad de sus compinches parlamentarios (a estas alturas, hablar de socios para referirnos a los nauseabundos y cochambrosos grupos de extorsionadores y chantajistas que lo sustentan en la poltrona es un eufemismo que insulta a la inteligencia) y de medios de comunicación generalistas (meros instrumentos de propaganda del sanchismo y sus secuaces), encarna en sí mismo (o en la sanchidad de su persona infalible e indiscutida) toda la demagogia populista de tanto caudillo sudamericano que, uniformado o no, a lo largo de la última centuria, ha dejado tras de sí un inconfundible rastro de cadáveres, ruina y corrupción.

Envuelto en la nebulosa, etérea y pestilente, de un sinfín de mentiras, este Zaratustra de corta y pega, de voz engolada y hueca, piel cerúlea e impenetrable, y facha de galán secundario de telenovela mexicana (a lo sumo habría llegado al rol de chófer-amante-rufián y golferas de alguna madura interpretada por una diva como Amparo Rivelles o María Félix), es la pretenciosa y (siempre, siempre) malévola proyección de lo que no es (y nunca llegará a ser). No obstante, una marabunta de escribas (en torno a un millar de parásitos que salen extremadamente onerosos a las arcas públicas), tan ágrafos y poco leídos como él, se encargan de escribirle inacabables discursos (que son tan sólidos y consistentes como pompas de jabón) y de trufar cada una de sus intervenciones con estupideces sin el menor fuste o mantras extraídos de la infame Agenda 2030, de la que el individuo en cuestión es un consumado “admirador”, “amigo”, “esclavo” y “siervo” (el copyright de la cita pertenece a Berlanga y Azcona: véase Plácido).

Así, en el corto lapso de diez días, el Churchill de Tetuán es capaz, sin ruborizarse lo más mínimo, de felicitar a la policía marroquí por la escabechina de desdichados inmigrantes subsaharianos perpetrada en la valla fronteriza; de calificar a Euskadi de un país “libre y en paz” (escupiendo literalmente sobre la tumba de Miguel Ángel Blanco: Antonio, junto al inefable Marlaska, son los tipos que más han contribuido a la rehabilitación social, que no moral, de los mercenarios de ETA y alrededores); de at(r)acar a la banca y a las grandes empresas energéticas para empobrecer los bolsillos de aquellos a quienes presume de defender; de culpar a Vladimir Putin (a quien compra cuatro veces más gas que antes de la guerra, mientras gasta tres mil millones de euros de todos los españoles en armamento para que Volodímir Zelenski prosiga su campaña) de una inflación disparada; de volver a escenificar un homenaje a las víctimas del COVID en medio de la indiferencia general de una ciudadanía que ya no cree en su aflicción de cocodrilo; de recibir en Madrid a Pere Aragonès como si se tratara del jefe de estado de una potencia extranjera; de justificar los incendios forestales, que actualmente devoran la Península de punta a punta, debido al cambio climático; o de inaugurar una línea de Alta Velocidad a Extremadura con trenes que solo alcanzan los ochenta y nueve kilómetros a la hora.

Otra instantánea para el recuerdo. Inauguración de la línea de AVE a Extremadura, a bordo de un tren que no llega a los noventa kilómetros por hora. Antonio ha hecho del ridículo una forma de arte sublime de la ostentación y la vanagloria. O viceversa.

Otra instantánea para el recuerdo. Inauguración de la línea de AVE a Extremadura, a bordo de un tren que no llega a los noventa kilómetros por hora. Antonio ha hecho del ridículo una forma de arte sublime de la ostentación y la vanagloria. O viceversa.

Desde la obscena falta absoluta de integridad de quien carece de cualquier clase de principios ideológicos, salvo su propio interés personal, este repugnante personaje, este narcisista enfermizo, está dispuesto a atrincherarse en la Moncloa (búnker del que ya solo sale para coger el Falcon y el Super Puma, acompañado de un séquito de guardaespaldas que para sí ya hubiese querido Nerón) con el único fin de ganar tiempo: en primer lugar, para encontrar una salida airosa y bien remunerada a su propio laberinto (aquí cree el Minotauro que el héroe es él, y Ariadna, y Dédalo, y el rey Minos, y Pasífae, y el mismísimo Zeus, y, si me apuras, hasta Borges, que no Forges, tolete, que recrea el mito en su relato La casa de Asterión), antes de rendir cuentas en las urnas (como ZP, éste prefiere cualquier puestillo en el último rincón del planeta a ser vapuleado en contienda electoral por unos rivales a los que desprecia profundamente: más o menos igual que detesta a aquella parte de la humanidad que se niega a agachar la cabeza ante su efigie innoble de indeseable); y, en segundo lugar, y no menos importante, el sujeto aguarda, entre desesperado y agónico, cómo blindarse las espaldas gracias a los jueces, con tal de que, más tarde que temprano y según cambien las tornas, ningún tribunal haya de reclamar su evanescente presencia para responder por el terrible (e irreparable) daño causado a la democracia española, durante esta pavorosa e interminable legislatura.

Carente del menor atisbo de compasión, este despropósito, este canalla sin escrúpulos, este cretino si una idea propia (mera caja de resonancia de consignas que le soplan a precio de oro), se ha revelado como uno de los más eficaces lacayos del globalismo totalitario: oscura orden de falsos filántropos billonarios que hacen girar el mundo de acuerdo a la balanza (siempre a su favor) de resultados.

A partir del próximo otoño, los tiempos se acortarán y la muy postergada y muy demorada marcha (¿tal vez huida?) de este miserable, ruin y calamitoso, habrá de traernos más pobreza, más odio y más desesperanza; más deuda y más acreedores.

Sin embargo, lo peor de todo es que no se atisba un relevo que garantice nada. Absolutamente nada.

Como diría Dickens (que el tal Antonio confundirá a buen seguro con una marca de pantalones de alta costura), “vivimos en el peor de los tiempos”, aunque en nuestro caso apenas haya lugar para la esperanza y sí la firme convicción de que se acerca “el invierno de la desesperación”.

Esperemos que, por lo menos, la cosa se quede ahí, en un breve, lo más pasajero posible (al fin y al cabo, el tiempo de los hombres es un corto parpadeo entre dos eternidades de tinieblas), “extravío en el camino opuesto al cielo” y que no se haga realidad la profecía que vislumbró el evangelista en Patmos y que, milenios más tarde, reformuló Rafael Sánchez Ferlosio en los siguientes versos:

Vendrán más años malos

y nos harán más ciegos;

vendrán más años ciegos

y nos harán más malos.

Vendrán más años tristes

y nos harán más fríos

y nos harán más secos

y nos harán más torvos”

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