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El callejón
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El Rey se divierte en el verano del 22

El monarca no puede ocultar su sonrisa, bajo el sol exagerado e hiperbólico, como un escenario descrito por García Márquez, mientras una guardia de mamarrachos uniformados custodian la supuesta espada del Libertador y la concurrencia, que está sentada en unas gradas que recuerdan al estadio de Mirca, guardando la preceptiva distancia que imponen el protocolo y el temor a la peste del siglo XXI, se pone de pie en señal de respeto. Pero el rey no se entera, o no le han avisado, o se ha despistado, o le da todo igual, y permanece durante unos pocos segundos con sus reales posaderas pegadas al cemento, por efecto de la ley de la gravedad, que es uno de los pocos decretos que su presidente de gobierno (a fin de cuentas, por mandato constitucional, fue él y sólo él, su majestad, quien propuso a este mentecato calamitoso para su investidura por el Congreso) aún no le ha hecho llegar, entre más de un centenar, para que Felipe VI le eche la firmita. También es posible que el hijo de Juan Carlos I haya decidido que no se levanta porque, por una vez, aunque sea por una vez, sobre él se ha impuesto la voluntad de sus reales cojones. Nunca lo sabremos. Ya que, transcurridos unos breves instantes, el Jefe del Estado de lo que queda de España opta por imitar al resto de invitados a este aquelarre grotesco, a esta ceremonia bochornosa, entre hortera y valleinclanesca, y cual gente de campo que era convidada a un banquete de boda en el casino del pueblo, en aquellos tiempos del franquismo más rancio y opaco (o francisco franco bahamonde), el bisnieto de Alfonso XIII y remoto descendiente de Fernando VII, hizo bueno el refranero (que es la sabiduría del viejo antes que el diablo) y cumplió a rajatabla aquello de “allá donde fueres haz lo que vieres”. Y el que posiblemente sea el último rey de la nación más antigua de Europa se levantó para rendir honores a la metonimia de un traidor, de un asesino, de un demagogo y de un tirano.

Da la impresión de que estas cosas al rey le resbalan. Creo que ya le importa todo un carajo. En su soberana ignorancia (porque si bien ha cursado variopintos estudios sobre sesudas materias humanísticas, científicas o militares, todos los cursos han sido incompletos y sus conocimientos acerca de Historia, Geoestrategia, Ciencias Políticas, Derecho Internacional, Navegación Marítima, Aérea y Aeroespacial –estuvo a solo un paso de ser designado el primer aristronauta pero no cabía en ninguna cabina de mandos, por su desmesurada estatura– resultan más bien escasos y fragmentarios) y en su firme convicción de que, como su sangre, que es azul, su tiempo es también diferente al resto de los mortales, confía en que, más temprano que tarde o más tarde que pronto, llegue el relevo al frente de la presidencia y le toque el turno (proceso político de traspaso de poderes muy del gusto de su estirpe bicentenaria) al hijo de doña Rogelia, que a estas alturas de la película es como poner a un enfermo con metástasis en manos del doctor Fernando Simón. Al menos, en ese luctuoso caso, los chascarrillos y las risas del galeno a costa de la salud del interfecto estarían asegurados, claro. Porque el paciente estará acordándose, en su prolongada e inconsolable agonía, de toda la parentela del facultativo, así como la de todos los discípulos de Hipócrates.

Ha sido este un verano plácido para su majestad, que no ha faltado a su cita ineludible con el palacete de Marivent, y en el que ha disfrutado con sus regatas en las cálidas aguas del Nostrum Mare, con sus recepciones multitudinarias y sus paseos idílicos a bordo de alpargatas de más de dos mil euros el par y en el que incluso ha tenido tiempo de acompañar a mamá a una visita relámpago (Falcon mediante) a la Grecia de sus antepasados familiares.

Supongo que nadie ha tenido la vergüenza o el arrojo (en esa corte ambas cualidades han de ser consideradas como taras mentales de plebeyo, en idéntica línea al pensamiento estalinista de que la compasión es una enfermedad propia de los canes) de comunicarle al primero de los españoles, españolas, españolos, españolis y españolus, que el dinero que nuestro país adeuda a acreedores externos llega ya al billón y medio de euros; que muchísimos pequeños y medianos comercios echarán el cierre en los próximos meses, a la par que se somete a los autónomos a un aumento de sus tributaciones más digno de los diezmos medievales que del tercer milenio (ante la imparable subida de la luz y de los combustibles: derivadas del cambio climático, de la guerra de Ucrania, de la plandemia de Corona-vi-Corona-va, de los recortes de Rajoy, de la guerra de Irak, de la caída del Muro de Berlín, de la crisis del petróleo de los setenta, del Plan Nacional de Estabilización Económica de 1959, del meteorito caído en Tunguska, en 1908, de la pérdida de las últimas colonias de ultramar, en 1898, y, un poco más atrás, de la invasión de la Galia por las legiones de Cayo Julio César); que la mortalidad ha aumentado este año un 5,15 por ciento respecto al 2021 o que su presidente (ese que tanto le desprecia en privado y le humilla en público) lleva gastados tres millones de euros en sus vacaciones en Lanzarote, donde se ha pegado un par de semanitas a cuerpo de rey (perdonen el juego de palabras), acompañado de doscientos ochenta invitados y de una cohorte de seguridad formada por ciento veinte personas: entre guardias civiles, policías, artificieros e incluso buzos; no incluimos en esta lista al veterinario, de servicio las veinticuatro horas, lo que demuestra, una vez más, que detrás de todo buen dictador, por muy changa que sea, y el Fraudillo lo es en un grado superlativo, hay siempre un perro, perra o perre, por el que este individuo (que pertenece a una exclusiva sub-especie de homínidos con rasgos psicopáticos) siente infinito más aprecio que, pongamos por caso, por los más de doscientos mil seres humanos que han perdido la vida a causa de una gestión sanitaria cuando menos discutible y, cuando más, escandalosamente negligente, atrozmente negligente, criminalmente negligente.

Hace tan solo unas horas, el inquilino de La Moncloa, que ha de acumular ya más horas de vuelo que Neil Armstrong (y no, gilipollas, no me refiero al ciclista norteamericano), acaba de comparecer ante la prensa, en Bogotá, junto a un ex-terrorista al que han puesto de presidente de Colombia los mismos que, en todo el mundo, quitan y ponen presidentes, presidentas y hasta papas, y poco antes de que estos dos canallas sin escrúpulos se pusieran a hablar (obviemos el contenido de sus declaraciones, tan trascendentales para el futuro de la Humanidad como los pedos inaudibles de la gata de mi pareja), una mujer del servicio de protoculo, micrófono en ristre, presentó al primero de ellos como: “Presidente de la República de España”.

¿Qué hizo el susodicho al escuchar semejante metedura de pata? Pues lo único que sabe hacer: sonreír. Es que es tan fotogénico. Tan irresistible. Tan guapo…

¿Y el otro? Es decir, ¿y el rey? ¿Qué ha dicho? ¿Ha hecho algo al respecto?

Lo imagino bajo una sombrilla en Palma de Mallorca, leyendo la última novela de Arturo Pérez-Reverte (cuya profundidad y calidad literaria es bastante inferior a los álbumes de Francisco Ibáñez publicados en tapa dura por Bruguera en la década de los setenta), recubierta su larga e inacabable anatomía borbónica por protector solar del 50, a la vez que esboza una sonrisa. Una encantadora y majestuosa sonrisa. Una sonrisa de complacencia y de resiliencia.

Que Tutatis (y los demás) tengan piedad de nosotros.

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