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El callejón
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El héroe imposible

La Santa Rusia es un país de madera, de miseria y… de peligro, un país de mendigos vanidosos en los altos niveles sociales mientras que la inmensa mayoría vive en chozas inmundas”

F. M. Dostoyevski, Los demonios

En medio de la más absoluta indiferencia general, la opinión pública en occidente ha acogido la noticia del fallecimiento de Mijail Sergeyevich Gorbachov (Stávropol, 1931), hijo de un tractorista, que empezó a trabajar como técnico auxiliar de una cosechadora, a la edad de quince años, graduado, en 1955, en la Facultad de Derecho de la Universidad Estatal Lomonósov, de Moscú, y, en 1967, en la Facultad de Economía del Instituto de Agricultura de su localidad natal, y que fue el principal artífice del desmantelamiento ideológico del régimen soviético, iniciado y pergeñado por Lenin y perfeccionado, con pulso de acero blindado, por el sucesor de éste, a quien tan solo Mao supera en el siniestro escalafón universal de exterminadores masivos de la especie humana.

Gorbachov deja este mundo mucho peor que como lo encontró cuando, contra todo pronóstico, este jurista cauto, de carácter afable, talante conciliador y sonrisa entrañable, que había sido promocionado en poco tiempo por sus propios compañeros desde las filas de las Juventudes Comunistas al Comité Central del PCUS, en 1985, se hizo con la secretaría general del partido, en un cónclave más hermético aún que el que designa al obispo de Roma.

Criado bajo el manto protector del revisionismo impulsado por Nikita Kruschev (que sobrevivió al monstruoso cerco de Stalingrado, a las sucesivas purgas decretadas por el sanguinario dictador georgiano y a la delirante ceremonia de confusión y crímenes sin cuento que siguió a la muerte de éste), Gorbachov fue un burócrata con rostro humano, con el afán justo de protagonismo, que desde la modestia intelectual y sin ínfulas de salvador de la patria, alcanzó casi de puntillas la máxima jerarquía en el Politburó para, en cuanto tuvo oportunidad, con gran audacia y pragmatismo, lanzarse a reformar aquel “gran invento de la URSS” (como lo calificó el economista y ex-dirigente del PCE, Ramón Tamames), que era un mapa cartográfico tan extenso como acribillado por los remiendos, las costuras y las polillas: él sabía mejor que nadie que era cuestión de tiempo que todo el gigantesco tinglado se viniese abajo.

Su insensato (por irrealizable e imposible) deseo de convertir un estado totalitario (retratado con acierto y suma veracidad tanto por George Orwell, en 1984, como por Arthur Koestler, en El cero y el infinito) en una democracia parlamentaria (de orientación socialdemócrata) se vio frustrado, de forma trágica y estrepitosa, por dos causas bien diferentes: su nula capacidad de maniobra para ordenar la inmediata retirada de tropas de Afganistán (que fue la inesperada tumba del hasta entonces imbatible y muy glorioso Ejército Rojo) y la nefasta (seamos generosos) gestión del accidente en el reactor número cuatro de la central nuclear de Chernóbil, acaecido en la madrugada del 26 de abril de 1986, apenas transcurrido un año de su llegada al poder, y que puso de manifiesto no sólo las gravísimas deficiencias tecnológicas de una superpotencia cuyas infraestructuras (como sus aviones e ingenios espaciales) se caían ahora en pedazos sino también la irrelevancia de las palabras (Perestroika, Glásnost), por muy hermosos que sean los significados que portan, si tras ellas no existe una firme voluntad compartida de llenarlas de contenido real.

La posterior caída del Telón de Acero se demoró apenas tres años, sin que el bueno de Gorby (por el que uno no puede dejar de sentir admiración e incluso ternura) pudiese completar su proyecto de modernizar una mastodóntica organización estatal (estática e inmovilista) para tratar de hacerla compatible con un modelo socio-económico mixto y un ordenamiento jurídico respetuoso con los derechos y las aspiraciones individuales.

Al final, tras unos intensos meses de continuas tensiones internas, donde las fuerzas reaccionarias del Kremlin convergían con los intereses de poderosos agentes externos (desde el falso aliado chino -hoy, la gran triunfadora de la postguerra fría, que ha emprendido una implacable y larga macha que tiene por objeto la irremediable destrucción de Europa, con la cobarde complacencia de los principales países occidentales- a Estados Unidos, pasando por una emergente UE), Gorbachov terminó siendo desplazado, en 1991, en un golpe veraniego, ciertamente poco cruento (en contra de la tónica habitual en una sociedad habituada a toda clase de matanzas, pogromos y carnicerías), que, medio en broma, medio en serio, tumbó a un coloso que entonces ocupaba la sexta parte de la superficie del Viejo Continente y estaba poblado por 287 millones de habitantes y del que solo sobrevive la Madre Rusia, gigantesca matrona, de ubres oxidadas, enferma y decadente, que fue rápida rapiña para intermediarios, oligarcas, mafias y funcionarios corruptos que vivieron unos primeros momentos de esplendor en el caos más absoluto (a sueldo de todas las grandes corporaciones que siguen en su empeño de volver a esclavizar al hombre por el hombre), para décadas después convivir mal que bien con el nacionalismo autócrata (y autista) que personifica Vladimir Putin.

La demolición de la URSS y de toda su inmensa red de estados sputniks fue la definitiva condena para Gorbachov, a quien en su propia tierra muchos continúan viendo como un traidor y otros tantos desprecian, por su presunta pusilanimidad, al entender que se rindió sin plantar batalla y sin recurrir a la violencia (al menos, en su caso, puede considerarse que el Nobel de la Paz sí estuvo plenamente justificado) y que toleró la agonía inaceptable de un megaestado moribundo y de un partido que ahí está, como virus inmortal, que muta y transmuta hasta el final de los tiempos, escondido como el cáncer de páncreas, sigiloso y letal, entre la carne putrefacta de siglas y confluencias de marcas diversas que no son más que órganos necróticos.

Detestado en su casa, alabado y bendecido por el mismo occidente que hoy lo ignora con la vileza de los pueblos condenados a perecer en las heces de su ignominia, Mijail Gorbachov encarna ese rol discutido y discutible, en el que no se sabe si es, en realidad, héroe o villano, santo o demonio.

Es más que probable que este individuo bienintencionado, leal a su país y a su partido, reuniese algo de lo uno y de lo otro, como las capas inseparables de la misma cebolla o como los pliegues reversibles de un mismo traje. O tal vez fuese más parecido a las matrioshkas: esa serie de muñecas encerradas unas dentro de otras, sin otro hilo umbilical que el vacío que todas ellas albergan en concéntrica proporción.

Al menos, a Gorbachov y a su escaso círculo de fieles colaboradores (Valentin Pavlov, Eduard Shevardnadze, Nikolai Rizhkov y su amada Raísa Gorbachova), hay que reconocerle el esfuerzo, condenado al fracaso, de cambiar el signo de los tiempos y de haber logrado, que no es poco, el desarme de los dos bloques que amenazaban con destruir el planeta. Y le pasó un poco como a nuestro Adolfo Suárez: ambos políticos fueron las principales víctimas de su propio optimismo (otros escribirán aquí el término mesianismo o desatino).

Injustamente relegado al olvido (en el interior de una gaveta polvorienta, dentro de un archivador abandonado, en el desván de la Historia), Mijail Sergeyevich Gorbachov ha tenido un final indigno para su auténtica trascendencia y, sobre todo, para su estatura moral y ética: inalcanzable para la práctica totalidad de líderes contemporáneos, que no pasan de ser una cuchipanda aborrecible de antonios, ególatras, ineptos, semi-analfabetos y delincuentes de la peor calaña.

Emprendió una empresa formidable que no le llevaba sino a lo que más tarde obtuvo: la derrota y el menosprecio.

Descanse en paz, camarada. Que la tierra le sea propicia y que los dioses (en los que jamás creyó) sean benévolos con su alma.

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