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El callejón
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Sed de mal

De todos los memorables momentos que encierra “Sed de mal” (1958), ninguno tan estremecedor como el reencuentro entre el capitán Hank Quinlan (Orson Welles) y la echadora de cartas, Tanya, interpretada por Marlene Dietrich, vieja amiga de Welles.

A Charlton Heston, a quien siempre admiré: por su planta, por su voz (la original y la de los grandes actores que lo doblaron), por su integridad (con todas sus contradicciones, pero qué sería de nosotros sin nuestras contradicciones), por aceptar rodar "Sed de mal" porque la dirigía Welles, por ayudar en el nuevo montaje (que recupera el genuino), por el final de "El planeta de los simios" y por compartir plató con Sofía Loren (y otros monumentos impresionantes) y portarse siempre con ellas como un auténtico caballero

En la farsa sin gracia del independentismo (que incluye libelos tan burdos como atribuir orígenes catalanes a Leonardo da Vinci, Santa Teresa de Ávila o Miguel de Cervantes) estamos viviendo un nuevo episodio con la caída en desgracia de uno de sus cimientos carismáticos. El reconocimiento por parte del ex president Pujol de sus graves pecados (de evasión de) capitales desenmascara el objetivo último de tan descabellada empresa política (a fin de cuentas, sobre todo de hacer cuentas, el patriotismo no es más que el último y principal refugio de los canallas, con o sin Coalición) y revela, con toda la dolorosa luz que proyecta la verdad, la tenue fragilidad que separa la democracia de cualquier forma de tiranía, por ridícula o absurda que parezca.

En otro orden de cosas, menos trascendente pero no por ello de menor interés, esta escenificación del reconocimiento de la culpa propia (con las manos puestas en la bolsa ajena) pone de manifiesto, una vez más, la extraordinaria e incluso sobrenatural grandeza de Orson Welles, actor, cineasta, escritor y activista político (le escribió discursos a su amigo Franklin Delano Roosevelt -que es lo más parecido a un líder aceptable que la historia contemporánea nos ha proporcionado- y recorrió miles de kilómetros en compañía de su querida y admirada Marlene Dietrich, para alegrarles un poco la vida, con sus números de magia y variedades, a los soldados norteamericanos que luego serían, en buena parte, hechos pedazos en Europa por los antepasados de Angela Merkel), quien, en Sed de mal (Touch of Evil, 1958), dio vida en la pantalla a Hank Quinlan, un jefe de policía prevaricador que justificaba sus desmanes, ante su sempiterno ayudante (un asombroso Joseph Calleia, bajo la piel del sargento Pete Menzies), con el argumento falaz de que "no hay derecho de que uno se deje el pellejo a cambio de un mísero salario, por salvarle el culo a unos millonarios que se escandalizan porque quieras tener una finquita con unos acres de terreno que te alegren la jubilación".

A pesar de las obvias concomitancias, físicas e inmorales, que asemejan a esta repugnante criatura de ficción con el ex honorable Pujol, a ambos personajes los separa una pared infranqueable: mucho me temo que a este político mediocre y caricaturesco le harían falta numerosas reencarnaciones para siquiera aproximarse a la portentosa capacidad de un individuo que intentó de adolescente ganarse la vida como matador de toros; que revolucionó el teatro, la radio y el cine; que fue mago profesional; que amaba profundamente el arte, el toreo de Antonio Ordóñez, las mujeres y el buen vino; que se sabía de memoria pasajes del Quijote así como las obras completas de Shakespeare y que, en quince días, reescribió el guión de Sed de mal (una pieza maestra, turbia, enfermiza, desgarrada y absolutamente recomendable, sobre la corrupción y el precio que se paga por vender el alma a la Caixa), que después dirigió y montó a su antojo y por la que tan solo cobró su caché como intérprete.

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