Más de dos años después de que Adriana Lastra (¿alguien la recuerda?), portavoz entonces del grupo parlamentario socialista, evocara, en una de aquellas sesiones celebradas a puerta cerrada (sí, como el título de Sartre, del que este gobierno de sinvergüenzas y delincuentes parece haber hecho suyo el eslogan: “El infierno son los demás”), en una cámara semivacía, debido a un estado de alarma luego (tarde, demasiado tarde, aunque más vale tarde que nunca) declarado inconstitucional, evocara con absurda cursilería (muy propia, por otra parte, de quien alcanzó por todo techo académico segundo de bachillerato), la “España de los balcones” (sí, sí, aquella que cada tarde se reunía a las ocho, para homenajear al personal sanitario, en denodada y desigual batalla contra un virus cuyo número real de víctimas jamás conoceremos), esa que prefería refugiarse en el aplauso infantil y algo idiota, en las canciones repetidas una y mil veces y en jugar al bingo en la boca del patio, antes que afrontar la siniestra realidad de pesadilla que un puñado de farsantes, desaprensivos y timadores (aquí se hizo negocio con la salud y con la muerte ajena, mientras nos regocijábamos en un falso sentimiento de hermandad comunitaria que duró lo que duró) levantaban a nuestro alrededor, entre la niebla espesa del miedo y el silencio, hoy es tan solo un recuerdo lejano, el destello apagado de un guateque en la azotea que ahora nos señala no sin provocarnos un cierto rubor y que contrasta con la amarga resaca de un país que actualmente es lo más parecido a una escombrera: endeudado, subsidiado, sin recursos, sin presente, sin futuro.
Nada ni nadie impedirán que se prolongue esta agonía infame, que será mucho más prolongada que el invierno de la desventura para Ricardo III, y que vendrá seguida, con un pésimo regusto a bucle macabro, de la inevitable reedición del inmovilismo, perezoso y gandul, del régimen rajoyista, en una versión igual de cochambrosa e inútil, tan nefasta como devastadora.
Desde el balcón o desde cualquier ventana, uno mira al frente y vislumbra un horizonte que es el vientre oscuro y enfermo de un animal de colmillos feroces que amenazan con despedazar a dentelladas la más nimia de nuestra esperanzas.
Uno se asoma y escucha a una multitud de universitarios, universitarias y universitaries, que se insultan a grito pelado, con ese miedo tan horrible, tan mediocre y tan angustiado de los gilipollas, de los sectarios y de los niños, niñas y niñes de papá y mamá, que no quieren crecer para no hacerse adultos y asumir que algún día, no muy remoto, serán ellos, ellas y elles, quienes se acerquen al alféizar para contemplar, con horror y con espanto, que cualquier tiempo pasado será mejor. Sin embargo, ante semejante porvenir y frente a tan desolador panorama, habrá quien siempre opte por lanzarse al vacío, lo que puede interpretarse de forma indistinta como un supremo acto de lucidez pero también de desesperación.