A mi madre, para quien escribí esta historia hace ya casi un cuarto de siglo y que saco de la gaveta por razones obvias y con unas cuantas correcciones inevitables
Recuerdo hoy, como si lo estuviera viendo ahora, a Abuelo: alto, fuerte, con el pelo blanco siempre, nevado por malas y buenas vivencias. Parece que aún lo tengo delante, con su sonrisa a medio camino, al alcance de su mano robusta, surcada de grietas, como las callosidades de un tronco viejo, y ramificada en dedos largos, huesudos, de sarmientos que han palpado todas las texturas de la vida. Abuelo era un árbol serio, amable y cariñoso, sin caer en esa cursilería dulce y tontorrona con la que muchos empalagan a sus nietos. Desde nuestra altura infantil, lo tratábamos con un respeto y una ternura que tenía mucho de admiración. Sus pequeños ojos negros observaban en un silencio desconfiado todo lo que le rodeaba y, para nosotros, él era un coloso, una especie de titán benévolo y afable al que, en ofrenda, regalábamos furtivamente los caramelos de goma de todos los colores que comprábamos a peseta en Casa Antoñito.
Por su parte, Abuela era el contrapunto, el complemento ideal: desentendida, alegre, cómplice, dispuesta a enseñarnos todo, "¡para que el día de mañana sean tan felices como yo!", y así, gracias a ella, aprendimos a hacer punto, a limpiar con algodón el reloj de cuco del salón que estaba siempre estropeado, a cocinar pejes con cabello de ángel. Abuela nunca tenía un mal gesto, ni una queja, ni una palabra fea. Supo aceptar los reveses del destino con una resignación epicúrea. Vive y deja vivir. Bondadosa y discreta, perdonaba los deslices del marido con la sabia clarividencia de quien saborea cada segundo de su tiempo, masticándolo y deglutiéndolo con calma, porque es consciente de que en la espera es donde único encuentra refugio la esperanza. "Sólo tienen prisa los tontos, por eso se mueren antes", solía decir. Y esa noche repetía la frase una y otra vez.
Todo estaba preparado. Amalia y yo nos habíamos arreglado con mucho esmero. Íbamos vestidas con nuestras mejores galas y nuestros corazones de niñas latían con la fuerza y la intensidad de las ocasiones especiales. Pero, como siempre, se hizo tarde. Mamá nunca terminaba de darse los últimos retoques y apenas quedaban diez minutos para el comienzo de la función. Enfundado en un traje oscuro, Abuelo consumía uno de sus puros, encerrado en su habitual mutismo hecho de bocanadas profundas y de un humo acre y silencioso. Papá se entretenía, mientras, repasando el sistema de funcionamiento de su cámara de cine.
Naturalmente, la plaza de Santo Domingo estaba llena a rebosar.
"¡Lo ves, Manola, te lo dije! ¡Siempre nos pasa lo mismo!"
A papá se le subía y bajaba el bigote como a Charlot en las películas que le traían de la Península y que veíamos en todas las fiestas de cumpleaños. Cuando se enfadaba, que era casi nunca, papá se convertía en una figura un poco cómica, como aquellos caballeros tan tiesos a los que el vagabundo de Chaplin sacaba de quicio en sus primeros cortometrajes y que acababan con una persecución que provocaba que mis primas y yo nos atragantáramos de risa.
"¡Bueno, bueno, tampoco es para tanto!".
Mamá jamás perdió los estribos. Para ella, la vida transcurría a una velocidad mucho más lenta que para el resto de los mortales y su tranquilidad, que hubiese envidiado el mismísimo Sidarta Gautama, solía verse compensada en las ocasiones más insospechadas con un inesperado golpe de fortuna que sólo se puede entender como una especie de bendición cósmica. Por eso, ninguno de nosotros (Abuelo, Abuela, papá, Amalia y yo) nos sorprendimos en cuanto señaló con júbilo un hueco entre el repleto graderío.
"¡Ay, qué suerte! ¡Vamos, que cabemos todos!"
Había venido gente desde todos los pueblos de la isla y la plaza presentaba un aspecto magnífico. La banda ejecutó los primeros acordes y del interior de una caseta en forma de cúpula salieron una treintena de señores ataviados con unas largas batas púrpura y unos capirotes salpicados de estrellas. Amalia y yo contemplábamos embobecidas aquel desfile. Los músicos prosiguieron tocando mientras estos hombres empezaron a interpretar una hermosa canción. Mamá y Abuela no tardaron en comentar que aquel número era, sin duda, el mejor que recordaban. Abuelo daba largas caladas al tabaco y permanecía imperturbable y papá, fiel a su papel de reportero que recoge el momento para la posteridad a veinticuatro imágenes por segundo, apuntaba con el objetivo de su cámara con la quietud ensimismada del cazador.
Poco a poco, la cadenciosa y lenta ejecución de la pieza, que llegaba a resultar exasperante porque la inminencia de que algo extraordinario estaba a punto de suceder contrastaba con la perezosa determinación con la que aquellos individuos se desenvolvían sobre las desgastadas losetas del recinto, se acercó a su desenlace.
Cuando el último de los taumaturgos entró en la gran cúpula brillante de la que habían salido un cuarto de hora antes, la música cesó. De pronto, se hizo un silencio que sólo se escucha en los entierros y la multitud, que parecía cómplice de alguna travesura, dirigió todas sus miradas hacia la caseta cuya cortina lo tapaba todo.
La banda volvió a tocar, pero esta vez acometió con brío una melodía en un tempo mucho más rápido y, casi de inmediato, del interior de la cúpula asomó la cabeza un simpático ser. Aunque reacio a mostrarse de cuerpo entero, empujado por sus compañeros, el enano dio unos cortos pasos y se puso a bailar. En cuestión de segundos, la plaza se vio ocupada por una fila de diminutos hombrecillos que, desafiando la lógica, brincaban y danzaban como traviesos sátiros en una velada olímpica. Fue en ese preciso momento cuando vi que las pupilas de Abuelo se empañaban con unas tímidas lágrimas que no tardaron en caer por sus mejillas. Algo que solo vi que le sucediera una vez más durante el resto de su vida.
La danza de estos entrañables mascarones se prolongó unos diez minutos, en un frenético crescendo que tuvo un epílogo imprevisto. Ante la estupefacción generalizada, un último duende salió súbitamente a escena cuando ya algunos de sus compañeros enfilaban el camino de vuelta. En principio, el recién incorporado danzaba como el resto pero pronto nos dimos cuenta de que aquello no formaba parte de la actuación programada.
En medio de una violenta tensión, y ajeno a cuanto ocurría alrededor, el grotesco bailarín dio un salto superior al metro de altura y, anonadados, los demás danzarines se quedaron paralizados en los laterales de la plaza. Acto seguido, el enano cogió un poco de carrerilla y echó a correr. La admiración se tornó pánico.
"¡Agárrenlo, que se va a matar! ¡Agárrenlo!".
Inútil advertencia, porque el duende describió la más asombrosa voltereta que haya contemplado en la vida. La espectacular cabriola, que ahogó y entrecortó un montón de gritos (entre ellos, el de mamá), se transformó en una oleada de bravos y aplausos cuando el singular atleta tomó tierra sobre sus pequeñas zapatillas. El misterioso personaje siguió deleitándonos con sus portentosas habilidades físicas un ratito más hasta que se perdió entre la tela bordada de estrellas y purpurina que servía de acceso a la caseta y lo hizo con la misma exhalación con la que había aparecido.
Un tanto atolondrados, los restantes bailarines apenas continuaron poco tiempo más con la danza, quizás abochornados por su innegable torpeza frente a quien había ofrecido una auténtica exhibición.
En la caseta, mientras el espectáculo agonizaba en unas filigranas postreras de mucho menor brillo, para qué engañarnos, entraban y salían los hombres de paisano y el resto de enérgicos danzantes sin que por los gestos de unos y de otros se pudiese vislumbrar un poco de luz en el extraño suceso que acabábamos de presenciar.
Días más tarde, por toda la ciudad circuló el rumor, nunca desmentido, de que un borracho se había colocado uno de los mascarones de reserva. Pero quién va a dar el menor crédito a semejante patraña. Se tardan horas en ajustar la careta a quien ha de llevarla.
Más revelador e inquietante, aun si cabe, fue la noticia con la que Carmen, una de las empleadas que trabajaba en la tabaquería de Abuelo y sobrina de éste, apareció por casa a la mañana siguiente de aquella noche mágica. Un antiguo amigo de Abuelo, Gregorio, había fallecido en el hospital de un mal en los huesos que lo había devorado a trocitos, con la siniestra y metódica paciencia de la muerte. Él y Abuelo se conocían desde chicos, habían compartido celda en Fyffes y fue su mano derecha cuando el padre de mi madre reabrió la tabaquería, ya en plena posguerra, en la feroz posguerra.
En su juventud, Gregorio, que al parecer las engatusaba a todas con su voz de tenor y su bigote a lo Clark Gable, había sido un consumado bailarín y había participado una sola vez en la Danza de los Enanos, en la Bajada de la Virgen de 1935.
cosmonauta
Ofrezco disculpas por algún pequeño error gramatical de vez en cuando pero confieso que se me hace muy difícil escribir en este ínfimo cuadrito que ofrece este medio a sus lectores para expresarse.
Saludos.
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cosmonauta
PREFIEREN NO SABERLO POR QUE LA VERDAD SIEMPRE ES DOLOROSA.
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En la humilde escuelita en la me tocó aprender a leer y ha escribir en Breña Alta comencé a ver y a sentir la terrible represión del régimen franquista de manera brutal, inhumana he imperdonable.
Era una casucha en la que en uno de sus costados había un gallinero..Las gallinas solían visitarnos con mucha frecuencia..Eran nuestras admiradoras consuetudinarias.
El maestro era un señor catalán republicano y agnóstico que sufrió en carne propia los rigores de la represión brutal al extremo de convertirse en un alcohólico amargado, no por vocación si no por evasión..Voto a bríos hombre.
Este señor estaba siempre bajo el punto de mira de los escopeteros del régimen fascista hasta el punto de hacerle perder la razón .
En las mañanas solía llegar a la escuela completamente ebrio y se quedaba dormido en su escritorio con relativa frecuencia.
Un cura nos visitaba 2 veces a la semana para cantar el catecismo en voz alta mientras el maestro se paseaba entre los pupitres con un enorme palo, y el niño que no sabia cantar el catecismo correctamente recibía su ración de palos correspondiente antes de ser obligado a ponerse de rodillas en un rincón como era la costumbre.
Este maestro ya estaba cerca de la jubilación y un mal día desesperado y bajo la influencia etilica gritó a todo pulmón que el régimen de franco era una mierda, que el gallego era un asqueroso asesino, y que la apestosa curia Española defensora del régimen eran todos una cuerda de esbirros, parásitos, y delatores.
En menos que canta un gallo el chisme corrió como pólvora..Ya sabemos como se las gastan los Palmeros .. Muy pronto el inquisidor Obispo le mandó a llamar y le amenazó que si quería cobrar la pensión tenia que arrodillarse ante el y pedir perdón si o si…Tuvo que hacerlo no le quedó mas remedio a este pobre viejo catalán.
Regresó de Tenerife humillado y mas amargado que nunca y su afición al alcohol aumentó considerablemente..Un día nunca podré olvidarlo apoyó su cabeza entre sus manos sobre del escritorio todos los niños pensaron que se había quedado dormido .Pero no era así..Estaba llorando..El viejo lloró y lloró desconsoladamente..Esa fue nuestra clase de ese día que nunca he podido olvidar.
No voy a decir su nombre y sus apellidos por respeto a su memoria.
Saludos amigo José Amaro.
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pevalqui
Hermosa y enternecedora historia. A mi hija Irene, con apenas tres años de edad, le daban miedo "los enanos" nada más aparecer por la pantalla de la TV. La magia de los enanos. Imágenes del recuerdo. De la vida.
Hasta luego.
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cosmonauta
ARGELIO MARTIN..EL TABAQUERO
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Cuando era solo un niño en la isla de la Palma, concretamente en la zona de breña alta habían muchas tabaquerias en las que laboraban a diario hombres y mujeres que eran personas curtidas en ese oficio.
En una de ellas registrada como LA AROMÁTICA tuve el honor de conocer a su dueño que era una persona muy culta..Su nombre era Argelio, y sus apellidos Martín García..Este señor había sido preso político y su sufrimiento había sido terrible pues paso por 4 diferentes centros de reclusión..Fyffes, Gando, los barcos de presos anclados en alta mar, y Africa..Este hombre cometió un error involuntario pues el era un joven emigrante poliglota que tuvo la mala suerte de regresar a España cuando estalló la guerra civil, se sintió involucrado en la efervescencia política y optó por ponerse al lado de los republicanos.
Escucharle hablar era una verdadera delicia pues entretenía a los trabajadores contándoles historias y vivencias que embelesaban hasta aquellas personas que malamente sabían leer y escribir .
Recordaré siempre una historia suya vivida en un barco de presos de nombre Porto Pi..Estos barcos llenos de reclusos anti fascistas que como ya mencioné estaban anclados en alta mar algunos prisioneros lograron escapar de la siguiente manera..Los buques extranjeros que anclaban relativamente cerca de ellos para esperar su turno de atraque , por alguna razón la marinería sabia que eran presos políticos anti fascistas y les hacían señas para que intentaran llegar a nado hasta ellos.
Exsistia una patrullera que denominaban la ronda que hacia labor de vigilancia con soldados muy bien armados que tenia la orden de disparar a matar sin contemplaciones..Había que cronometrar muy bien el tiempo que esta patrullera tardaba en hacer la circunvalación para tirarse al mar y nadar hasta el buque extranjero luego tenían que trepar por una cadena para subir a bordo, algunos lo lograron pero la gran mayoría murió en el intento.
DON JUAN EL MARINO MERCANTE
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Cuando me mudé a Tenerife conocí a un pescador gomero jubilado he iconoclasta que nunca he podido olvidar..Este hombre analfabeta y poliglota también pues chapurreaba bastante bien ingles, frances, griego, y noruego aprendidos de oído durante toda su vida de marino en diferentes barcos, también había sido preso político en los mismos lugares donde había estado el señor Argelio Martin el palmero al que me dijo que había conocido muy bien en el Porto Pi .
Don juan me contó historias increíbles de su vida de marino que hoy pudieran parecer falsas pero que fueron muy ciertas y las pude comprobar hablando con otros marinos viejos como el.
Era un hombre rudo, valiente y contumaz..Un verdadero macho a la antigua.Pero era también noble honrado y decente.
De todas las historias que el me contó hubo una que tampoco he podido olvidar nunca y es la siguiente..Cierto día en Napoles don Juan bajó a tierra y se emborrachó, se quedó dormido y cuando despertó ya su barco había zarpado llevándose consigo todas sus pertenencias..Lo tomo con calma y una noche deambulando por el puerto buscado otro barco en el que enrolarse de repente se vio asaltado por tres hombres que trataban de hacerle subir por la fuerza a un viejo buque empujándole por las escalinatas..Don juan que era un hombre muy fuerte y "bragao" logro soltarse , sacó una navaja Sevillana y cortó a dos de ellos, y fue así como pudo escapar..Cuando le pregunté si querían robarle me respondió…Nada de eso me querían para otra cosa muy diferente..¿para que don Juan? .Bueno hijo existían unos buques de armadores piratas que pagaban muy poco sueldo y ningún marino quería trabajar con ellos., Entonces tenían a unos hombres a bordo bien pagados que secuestraban a los marinos , los hacían trabajar a bordo pagandoles una miseria y después no les dejaban desembarcar..Los denominaban los barcos de los muertos jajaja.. Esos cabrones ya me habían hecho subir 5 escalones coño..Pero los jodí, pues no pudieron conmigo.
Don Argelio, y Don Juan fueron dos maestros para ese niño palmero. Los dos me enseñaron a amar la libertad , la igualdad, la honradez , la justicia , y la decencia.
Les llevaré siempre a los dos en mi corazón mientras yo viva amigos republicanos, y hombres de verdad.
Saludos cordiales para todos.
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