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El callejón
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Cien días después


A mis hermanos, que comparten conmigo el fuego de una pasión inextinguible

"La vida es eterna en cinco minutos"

Víctor Jara

            Ya ha pasado el tiempo suficiente y creo que, si bien no he exorcizado la totalidad de mis demonios, al menos he conseguido mantener a raya el incómodo, desagradable, fantasma de la decepción, de la engañosa apariencia destructiva de una derrota que aún duele en el alma y que, al igual que la cicatriz que deja un amor que hace tiempo murió, no se termina de apagar del todo.

            Nos gusta pensar en clave literaria y leer la vida misma como si cada momento que la integra formase parte de un poema lleno de belleza o siguiera el guión de una película con final feliz. Pero no es así. La existencia está repleta de sufrimiento, de sinsentido y de fracaso. La inmensa mayoría de quienes se van a la tumba (apellídense Botín, Maccanti o Rivero) lo hacen habiendo cubierto un trayecto, más breve que prolongado, en el que, por lo general, las desdichas superan a las alegrías.

            Como somos conscientes de que lo nuestro es un interludio de luz fugaz entre dos eternidades de sombras, tratamos de hallar satisfacción en lo que no dejan de ser meras recreaciones, sucedáneos de la vida que marcha a su antojo, que apenas podemos retener, y que se nos escurre entre los dedos. El fútbol es uno de ellos.

            Hace más de cien días, una docena de personas (amigos, parientes, hermanos, primos, sobrinos) nos reunimos en torno al televisor que preside el cuarto de estar de mi casa con la esperanza, mezcla de ingenuidad e insensatez, de que iba a ser posible un segundo milagro en el estrecho plazo de una semana. Pero la realidad nos abofeteó con cruel indiferencia y nos quedamos a unos centímetros de alcanzar el sueño. De nuevo, cuarenta años después, despertamos a la misma pesadilla.

            Lo más duro de la final de Lisboa no fue soportar el trato vejatorio que nos otorgaron los comentaristas televisivos (pobres forofos aullantes) que te hacían sentir que defendías a un equipo extranjero, ni la obscena e impúdica exhibición del poder en un palco desbordado de triunfalismo barato y sonrojante, ni tan siquiera la absoluta falta de honestidad de un árbitro mezquino y cobarde o la celebración del último gol, acompañada de un feo gesto, infantil, vergonzoso. Lo peor de esa noche inolvidable que desearía olvidar como si nunca hubiese existido fue la terrible devastación que el resultado (excesivo aunque merecido) provocó en mis hermanos.

            Han pasado más de un centenar de días y puedo decir que nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos. Por mi parte, me he propuesto una paulatina reducción en el consumo esporádico de ese sucedáneo de la vida llamado fútbol. De hecho, excepto algunos partidos del Atlético, de mi Atlético, no volveré a perder ni un minuto más de mi vida (de la otra, la de verdad) en este juego insulso al que le sobran trileros y le falta autenticidad.

            Porque el pasado 24 de mayo decidí que ése fue el último dolor que él me causa y éstas son las últimas líneas que en este blog le escribo.

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