A los nueve años, en plena transición política, tiempo de esperanzas, de sobresaltos y de dos pasitos para adelante y uno para atrás, con una sola cadena de televisión y la plaza de Santo Domingo como el sitio de todos los recreos, mis héroes eran los futbolistas de la Sociedad Deportiva Tenisca, que por aquel entonces competían en categoría nacional y en Tercera División. Para mí, ir con mi padre y mi hermano Míguel cada quince días al hoy inexistente estadio Bajamar era prolongar intensamente el domingo hasta hacer de él lo mejor de la semana. Uno vivía el quehacer cotidiano, entre ingenuo y monacal, del colegio, pero allí sólo se profesaba una única religión: el fútbol, fútbol a todas horas.
Como quien conserva un icono que le devolviese la fe en la niñez, tengo en la estantería del pasillo una foto debidamente enmarcada de una de aquellas alineaciones del Tenisca que me llevan, a través del tiempo y el espacio, a la época más feliz de mi existencia y vuelvo a contemplar, como sombras de un paraíso perdido, a mis ídolos: el portero López (que solía lucir un jersey verde con rayas negras en los brazos y en las mangas); los defensas Matos, Luis, Servando y Aroldo; los centrocampistas Orihuela, Jorge (con el brazalete de capitán) y Blas Ramón; el media punta Felín y los delanteros Carlos y Ramos, el inolvidable Ramos, el letal y oportunista Ramos, depredador del área.
Estos eran mis ases cotidianos, próximos, cercanos, los familiares, con los que uno podía toparse en cualquier calle y a los que podía encontrar durante las mañanas, entre semana, cumpliendo con sus respectivos cometidos profesionales.
Lejos, en la distancia, mi pasión futbolera llenaba el blanco tenisquista de franjas rojas y verticales, y el corazón, que tiene más estancias que una casa de citas, como se puede leer en El amor en los tiempos del cólera, se entregaba al Atlético de Madrid, al Atlético convulso y disparatado de los primeros años ochenta, el que destartaló el ínclito doctor Cabeza y que pudo enmendarse gracias a la balsámica intervención de don Vicente Calderón, quien confió la nave a Luis Aragonés y, entre él y Joaquín Peiró, responsable técnico del filial, el Madrileño, sacaron lustre a una generación de canteranos que, con los goles de Hugo Sánchez y la batuta afinada de Landáburu, progresó y ganó un par de títulos en un balompié de presupuestos mínimos, dominado por los dos equipos vascos.
Recuerdo con un cariño intacto, tierno e imperecedero a aquel Atleti de Aguinaga, Mejías, Ruiz, Pedro Pablo (es el actual delegado de campo, el calvo al que Simeone, fuera de sí, estuvo a punto de abofetear en Munich, presa de la agonía de los minutos postreros de la semifinal), Balbino, Quique Ramos, Clemente, Tomás, Julio Alberto, Mínguez, Marina, Votava, Cabrera, Pedraza, Marcos Alonso, Rubio y, sobre todo, Arteche, Juan Carlos Arteche.
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Ocurrió hace ya treinta y nueve años. El Atlético recibía al Betis, en un arranque de campaña en el que los locales se habían puesto líderes la jornada anterior, aunque ese domingo todo se puso en contra. Avanzada la segunda parte, los verdiblancos se imponían tres a dos y Arteche, que era un central alto y contundente, sube al área contraria a cabecear una falta. Empata el partido. Luego, al borde de los noventa minutos, el bravo defensa cántabro vuelve a repetir la maniobra y se juega el físico en un remate que le produce una grave lesión de rodilla. Los compañeros se le echan encima y él tiene que ser sacado en camilla por la Cruz Roja.
“Fue una tarde lluviosa de otoño ante el Betis. La rodilla a cambio de una remontada imposible, la casta sobre todas las cosas. Y mucho más. El cuerpo y el alma al servicio del escudo. El compromiso dentro y fuera del campo. La emoción y la dignidad siempre antes que el monedero y la sumisión. El Atlético resumido en su bigote”, escribe José Miguélez.
Aquel gol de Arteche lo canté como un poseso en mi cuarto, en el piso del edificio Tajurgo, dando un salto en la cama, mientras el locutor de Carrousel Deportivo relataba la proeza.
Siempre pensé que Arteche se jubilaría en el Atlético, pero no fue así. En su vida se cruzó Jesús Gil, que de entrada lo puso de ejemplo para el resto de la plantilla (le duplicó la ficha) hasta que el jugador se enfrentó con el polémico empresario por pretender llevar el club como si se tratase de uno de sus garitos. Lo secundaron Quique Setién, Landáburu y Quique Ramos. Los cuatro acabaron en la calle y llevaron su despido a judicatura, que les dio la razón.
Desencantado del fútbol y de sus miserias, Arteche colgó las botas, se ganó la vida como agente comercial y montó una próspera asesoría laboral. Hacia 2009 se le diagnosticó un cáncer y el hombre que debutó en Primera División con veintiún años, para acompañar en la zaga a su maestro Luiz Pereira, peleó hasta el límite de sus fuerzas. Falleció hace ahora doce años y la Asociación Los 50 acaba de tributarle un homenaje público, en Madrid (patria de adopción de este cántabro orgulloso de su tierra natal), que reunió a ex-compañeros, amigos y familiares, para glosar a una figura hoy irrepetible. Lo describía con expresiva precisión Paolo Futre: “Cuando llegué, me lo dejó muy claro: “Portugués, aquí hay que sudar la camiseta todos los domingos y, cuando juguemos contra el Madrid, hay que sudar sangre”. Esa primera temporada ganamos 0-4 en el Bernabéu y no lo recuerdo tan feliz”.
No tengo la menor duda de que, con él en el terreno de juego, la actitud del equipo el pasado martes, Día de Difuntos, hubiese sido otra, pero esta es la gran diferencia entre unos tipos, con bigote y barba, que se vaciaban en el césped (que en invierno era un cenagal) y otros que pasean cual sombras sin alma y que, en muchos casos, ignoran lo que es derrochar coraje y corazón.