A Cristóbal García, in memoriam
En enero cumpliré treinta años de ejercicio profesional, o sea, tres décadas de ganarme el pan con el sudor de mi frente; de los cuales, un tercio los pasé en el desempeño del oficio más hermoso del mundo (según García Márquez) y uno de los peor pagados que existen.
De mi trabajo como periodista conservo muchas experiencias que luego me han servido para desenvolverme en los posteriores azares que me ha deparado la vida, que en buena parte se vive a sí misma y a uno lo coge, en más de una ocasión, como impotente y aturdido espectador de sus propias desdichas y pesares. El resto es el sedimento, grato y apacible, que reposa en el cajón de la memoria, con los rostros y el rastro de aquellos seres humanos con quien tuvo la ocasión feliz de cruzarse, aunque fuese fugazmente (ya hubiesen sido sabios, politicastros, artistas, poetas, taxistas, médicos, alborotadores, sacerdotes, jueces, empresarios, misioneros, policías o profesionales del amor) o de quienes compartían con uno el devenir diario de redacciones, ruedas de prensa, noticias o reportajes a pie de calle.
Del segundo grupo, del que forman parte los compañeros y compañeras de este gremio maltratado por los empresaurios, que en este negocio resultan una fatal mezcla de delincuentes de la peor ralea y proxenetas de la información, y debido a la precariedad laboral que les condena, desde tiempo ancestral, a espeluznantes luchas fratricidas, no hay nadie que tenga peor consideración o menor reconocimiento que los fotógrafos: relegados a un segundo o tercer nivel del escalafón porque, entre otras sinrazones, la cultura audiovisual en este malhadado país sigue siendo de una pobreza tercermundista.
Fue a partir de la inclusión de los ciclos formativos vinculados con esta familia profesional (que abarca a cámaras, editores, realizadores, técnicos de sonido y un largo etcétera) cuando empezaron a llegar a los periódicos y estudios de televisión, a finales de los ochenta, chicos y chicas que no solo tenían muy claro cuál era su cometido sino también a qué tenían derecho. Así, tan solo unos años después de pisar las oficinas del Diario de Avisos, en la calle Salamanca (edificio del que hoy solo queda el inmenso vacío de una muela extraída, al borde del barranco de Santos), una generación de periodistas gráficos empezó a hacerse un sitio, sin rechistar ni molestar a nadie, pero sin dejarse avasallar por unas condiciones económicas que aún ahora me resultan sonrojantes.
A esta estirpe de reporteros, de cuyo cuello colgaban unas herramientas de trabajo mucho más caras que sus sueldos, pertenecían unos jóvenes (hoy adultos talluditos y talluditas) rebeldes (y con causa) María Pisaca, Juan García Cruz, Ramón de la Rocha, Arturo Rodríguez y Fran Pallero, que eran excelentes profesionales, a quienes los más veteranos (Lucio Llamas, Marcelino, Sergio Méndez, Javier Ganivet, Pedro Peris, Jesús Adán, Trino Garriga Jr., Santi Delgado o Poli Celis) miraban no sin cierto resquemor de canes viejos, en una hermandad no siempre bien avenida, en la que, por desgracia, sí se contradice el proverbio oriental de que “perro no come carne de perro”.
Y, a mitad de camino entre ambas corrientes, como una especie de guía y mediador, uno encontraba la figura benévola y sonriente de Cristóbal García, fotógrafo de la agencia EFE, y que era el encargado de tender puentes entre unos y otros, y de reconciliar añadas y velocidades, que no son magnitudes fáciles de gestionar, salvo que se tenga el sentido del humor y del honor profesional que tenía Cristóbal, quien tanto hizo por la conciliación intergeneracional y por dignificar su oficio.
Vaya esta glosa, preñada de sana nostalgia, como homenaje a unos estupendos periodistas, muchos de los cuales continúan al pie del cañón. Porque mientras siga habiendo un solo hombre que cuente la realidad tal cual es (y no como quieren que la veamos, a sabiendas de que es una obscena mentira) el periodismo seguirá siendo la ocupación laboral “más hermosa del mundo”.