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El callejón
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¡Larga vida al Rey!

Acababa de terminar la final y un chico de diecisiete años lloraba desconsolado sobre el pecho de su portero. Hoy somos millones de anónimos aficionados al más maravilloso deporte ideado por el hombre quienes le lloramos.

Acababa de terminar la final y un chico de diecisiete años lloraba desconsolado sobre el pecho de su portero. Hoy somos millones de anónimos aficionados al más maravilloso deporte ideado por el hombre quienes lo hacemos al evocarle.

 

Se había terminado la sesión de entrenamiento y todos tenían caras largas. El habitual buen ambiente que reinaba a cada momento desde que la expedición llegó a Suecia se había disipado de un día para otro. El tiempo justo que dura un partido y los noventa minutos ante Inglaterra habían dejado el desabrido sinsabor de un empate a cero.

El Gordo Feola, que como futbolista no había pasado de discreto jugador paulista, tomaba notas en su cuaderno cuando se le aproximaron Didí y Nílton Santos, dos de los pilares de tal vez el mejor equipo de fútbol que jamás haya existido, y muy respetuosamente se dirigieron a su seleccionador, empleando las palabras justas.

-Míster, si mañana contra los rusos no juegan El Niño y Garrincha, nos tendremos que volver a Río -dijo Didí.

-Y nadando -añadió el bravo defensa de Botafogo.

El Gordo asintió en silencio. Y en silencio sus dos hombres se marcharon.

Feola podía tener sobrepeso. No ser un gran estratega. Ni siquiera era un competente orador. Pero no era imbécil.

A partir del día siguiente comenzó una historia que, como todas las grandes narraciones, tiene un poco de realidad y mucho de sublimación de lo real. Y como todos los grandes relatos, que terminan confundiendo lo vivido y lo mítico, carece de final, porque estos nacen de la entraña misma de la eternidad.

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