cerrar
cerrar
Registrarse
Publicidad
El callejón
Publicidad

Don José

Durante treinta y seis años, José Amaro Carrillo González-Regalado ejerció como práctico en el puerto de Santa Cruz de La Palma. Esta semana se han cumplido tres décadas de su fallecimiento y hemos querido honrar su memoria desde estas páginas.

Nació en el Puerto de la Cruz el 16 de mayo de 1913, hijo del palmero Federico Carrillo Lavers y de la tinerfeña María del Carmen González-Regalado y Pérez.

El 13 de junio de 1931 obtuvo el título de alumno de Náutica y el 3 de agosto siguiente embarcó, de prácticas, en el motovelero Guanchinerfe, y su primer viaje fue desde Santa Cruz de Tenerife a Las Palmas de Gran Canaria.

El 16 de diciembre del mismo año embarcó en el Río Francolí, para realizar las prácticas en buque de altura y permaneció a bordo hasta el 12 de junio de 1933. Se da la curiosa circunstancia de que, en la campana del molinete de este buque, figuraba grabado el nombre anterior de este barco, Florinda, que era como se llamaría su madre política y como posteriormente bautizará a la última de sus hijas. Dos días después, el 14 de junio de 1933, en Santa Cruz de Tenerife, volvió a embarcar de nuevo en el motovelero Guanchinerfe, por espacio de otros doce días para finalizar el periodo de prácticas.

Obtuvo el título de Piloto de Buques de Vapor de la Marina Mercante el 2 de marzo de 1934, tras examinarse en la Escuela de Náutica de Barcelona, y el 17 de octubre del mismo año embarcó como primer oficial en el carguero Santa Ana, de la flota de Álvaro Rodríguez López.

El 14 de enero de 1935 accedió al mando del Santa Rosa de Lima y el 17 de abril de 1936 pasó al Santa Ana.

El 7 de noviembre de 1937 embarcó como tercer oficial en el vapor León y Castillo, de donde pasó, movilizado -previo embarque de un mes en el carguero sueco, Alí, apresado por unidades nacionales- al crucero auxiliar Antonio Lázaro, en el que permaneció como segundo oficial desde el 23 de febrero de 1938 al 17 de mayo de 1939 y donde destacó por su participación en el salvamento de la tripulación del remolcador R-12.

Finalizada la Guerra Civil, en la que intervino en la Batalla del Ebro, nuestro hombre realizó un largo peregrinaje en los empleos de tercero, segundo y primer oficial en diverso barcos de Transmediterránea: Río Francolí, Dómine, Ciudad de Sevilla, Romeu, Sagunto, Cuidad de Mahón, Ciudad de Valencia, La Palma, Ciudad de Alicante, Vicente Puchol, Isla de Tenerife, Castillo de Simancas, Torras y Bages y Viera y Clavijo, del que desembarcó el 10 de marzo de 1945 para hacerse cargo de la plaza de práctico del puerto de Santa Cruz de la Palma. Había obtenido el título de Capitán de la Marina Mercante el 2 de marzo de 1941, en la Escuela Oficial de Náutica de Cádiz.

Contrajo matrimonio en Santa Cruz de Tenerife con María Jesús Trujillo Carrillo y de su unión nacieron siete hijos: María del Carmen, José Amaro, Miguel Ángel, María Jesús, Federico, Carlos y Florinda Carrillo Trujillo.

El 19 de abril de 1945 inició un periodo de dos meses de prácticas y el 17 de junio del citado año tomó posesión efectiva como práctico de la capital palmera. El 28 de noviembre de 1949 le fue concedido el ingreso definitivo en la Reserva Naval Activa (servicio de puente) como alférez de navío y con antigüedad de la fecha de nombramiento.

Sólo en una ocasión, hasta que se jubiló, cesó temporalmente en su puesto el práctico José Amaro Carrillo González-Regalado. Y se produjo el 25 de enero de 1973 cuando, por razones de salud, fue sustituido con carácter interino por su hijo Miguel Ángel Carrillo Trujillo, padre de quien firma estas líneas (con información obtenida de la obra de Juan Carlos Díaz Lorenzo, La Palma y el mar) y, a la sazón, también Capitán de la Marina Mercante.

Causó baja al cumplir la edad reglamentaria y pasó a la situación de jubilado, a partir del 31 de marzo de 1979.

Falleció en Santa Cruz de Tenerife el 15 de octubre de 1984, a la edad de 71 años.

            Mi abuelo era un hombre menudo, de modales exquisitos y más bien introvertido, que se tomaba muy en serio su trabajo. Lo recuerdo, a punto de retirarse, haciendo crucigramas interminables en la mesa de su despacho, en su piso de la séptima planta del edificio Morera, justo frente a la bahía de Santa Cruz de La Palma, pendiente toda la noche de la llegada de algún barco. En invierno vestía jerséis de cuello subido, azul oscuro, y en verano iba siempre de blanco inmaculado, como el capitán de marina mercante que nunca dejó de ser.

            En la gaveta de su escritorio guardaba caramelos de colores que mi hermano Míguel siempre le sacaba con la misma zalamería con la que su hija Daniela emplea con mi padre para ganarse alguna de las chocolatinas que éste guarda en una lata, junto a su sillón, que es una especie de trono sagrado (un poco como el sofá del padre de Frasier) que sólo las nietas tienen permiso para usurpar.

            Mi abuelo, que tenía una mala salud de hierro, fumó demasiado y eso acabó pasándole factura. En sus últimos años tuvo que acostumbrarse a la incómoda presencia de una bombona de oxígeno, que estaba en pie, pegada a la pared, desplegando la sombra siniestra de la muerte, que es un ángel de alas oscuras y jamás sonríe.

            Mi abuelo se fue muy pronto y casi no tuvimos tiempo de conocernos mejor. Siempre se comportó como un caballero y, junto a mi abuela María Jesús, hacían una de esas parejas modélicas que uno ya no reconoce sino en las películas norteamericanas de los años cuarenta. Con su sueldo se las apañó para criar y educar a siete hijos y en su mesa era frecuente que hubiese platos de más, ya que ambos (como sus entrañables vecinos, don Juan Capote y doña Loreto Álvarez) practicaban en el barrio de La Luz una suerte de cristianismo piadoso, desinteresado y compasivo, que la Iglesia recuperó con Juan XXIII, olvidó a lo largo de décadas y ahora, felizmente, ha vuelto a rescatar de la mano firme del Papa Francisco.

            Mi abuelo, don José, dejó una profunda impronta en sus hijos e hijas y yo, que fui el quinto de sus nietos, me enorgullezco de llevar su nombre hasta el final de mis días y a la espera, sin prisas pero sin pausa, de reencontrarnos más allá del mar, entre los árboles.

Archivado en:

Publicidad
Comentarios (7)

Leer más

Leer más

Leer más

Leer más

Leer más

Leer más

Leer más

Publicidad

Últimas noticias

Publicidad

Lo último en blogs

Publicidad