“Señorías, hemos tenido que responder a situaciones y emergencias insólitas en estos años. Ayer mismo, en fin, la Ciencia nos dijo que el núcleo de la Tierra… Bueno, en fin, me voy a quedar ahí”
Pedro Sánchez Pérez-Castrejón
Somos lenguaje y, quizás precisamente por ello, la forma en la que estructuramos y organizamos el discurso diga más de nosotros mismos que el contenido de este. A fin de cuentas, nos manejamos con un vocabulario activo de un máximo de diez mil palabras (algunos y algunas tan solo necesitan menos de mil y hoy son ministras, ministros o ministres); cantidad más que suficiente para escribir una novela de gran éxito; muchísimas menos que las que necesita Bad Bunny para transformar una de sus poesías (?) en ganancias millonarias o el número adecuado para leer sin la menor dificultad las obras completas de Juan Cruz salvo que no seas capaz de terminar la primera de sus novelas sin caer en un profundo letargo, en una prolongada y reparadora nada hecha pedazos por el despertador.
En este sentido, desde el punto de vista meramente sintáctico, cualquier estudiante de Sexto de Educación General Básica aún recuerda, con meridiana claridad, que el núcleo del sujeto y el núcleo del predicado (cuya concordancia es inevitable) corresponden con categorías gramaticales distintas: sustantivo, adjetivo sustantivado, pronombre o infinitivo, en el primer caso; verbo expresado en forma personal (simple, compuesta o en perífrasis), en el segundo.
En la vida real, que representamos, reproducimos, replicamos o recreamos a través del lenguaje y en la que continuamente el hablante hace uso de la primera persona (en singular o plural) para indicar o enfatizar, expresa o tácitamente, la autoría de las acciones referidas por la palabra o grupo de palabras que conforman el predicado (aquello que los lingüistas definen como sintagma verbal), tal coincidencia carece de la menor relevancia siempre que dichas actuaciones sean consecuentes con lo que el propio individuo o individuos (sujeto del predicado) hayan enunciado, afirmado, anticipado o especulado con anterioridad. Ya que, cuando no sucede así, existe una evidente y obvia contradicción entre lo dicho y lo hecho; o lo que es lo mismo: en cuanto el emisor o emisores no se reconocen actor o actores del mensaje y él/ella/ellos/ellas hacen lo opuesto de lo que predican incurren en una incongruencia dialéctica que, en el caso concreto del servidor público, resulta cuando menos incoherente y escasamente ejemplarizante.
Malo es que el cargo mienta a aquellos que lo eligen para el puesto pero todavía es peor que no solo niegue la añagaza sino que dé por ciertas sus propias mentiras. O sea: el núcleo del sujeto difiere del núcleo del predicado. Lo que en el refranero español vendría a ser algo así como: “Dime de que presumes y te diré de lo que careces”.
Aupado en la presidencia del gobierno sobre una oración de unas pocas líneas, luego declarada falaz por la más alta instancia de la judicatura del país, inserta cual fruta podrida en una resolución judicial que comprendía miles de folios, el sujeto a quien aludimos en el presente texto ha hecho de la mentira y el embuste el hormigón, escandalosamente aluminoso, de su gestión (?) que, en buena medida, ha consistido, en los últimos, interminables, insufribles, mendaces y contumaces, cinco años, en una sucesión, obscena y desvergonzada, de engaños que hoy solo convencen a los adeptos, a los sectarios y a todos aquellos, aquellas y aquelles que creen y obedecen al falsario (quien por adulterar llegó incluso a defender una tesis doctoral que le redactaron otros, otras y otres) con la ciega (y estúpida) lealtad de los siervos, siervas y sierves, súbditos, súbditas o subdites, de esta idiocracia cutre y mediocre, edén ideal de mentecatos, mentecatas y mentecates, encantados, encantadas y encantades, de irse de la manita, todos, todas y todes, juntos, juntas y juntes, al mismísimo carajo.