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El callejón
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Obituario

A Alexis Ravelo, in memoriam

 

Llevaba casi una semana sin aparecer por el bar y, al verlo entrar, tan pálido y ojeroso, Chinea, que se afanaba en pasar por enésima vez, por la superficie marmórea de la barra, el mismo paño de cocina, rugoso y acartonado como la piel de un ofidio agazapado en la balda del taller de un taxidermista, le dirigió una mirada de refilón, con su ojo sano, que se movió en la cuenca con la nerviosa quietud de la pupila del camaleón, al tiempo que lo saludaba con la sorna habitual entre ellos, que era un cruce de palabras, entre ariscas e indiferentes, que encubrían un código cifrado de afecto mutuo.

-¡Dichosos los ojos…! Ya te daba por perdido…

-No te me entusiasmes, que solo es esta mierda de catarro. Me ha tenido contra las cuerdas…

-No será para tanto. Eso es porque no te has puesto la vacuna. Te has vuelto un negacionista, Gregorio. Lo siguiente será votar a VOX en mayo…

-Que te den por culo, Chinea. Y ponme un cortado.

-¡Así me gusta! ¡Que no decaiga ese espíritu!

El local, a esa hora de la mañana, pasadas las diez, presentaba un aspecto desangelado, sin clientes, sin ruido. El televisor ofrecía las imágenes silenciosas de un programa matinal, en el cual, sentados a la mesa, un cuarteto de contertulios comentaban la actualidad mientras parecían discutir sin mucha convicción y con escaso apasionamiento.

Godoy cogió el café, cuya taza parecía aún más diminuta entre sus dedos largos y fornidos como sarmientos de parra silvestre, y se sentó en la silla de la mesa de la esquina; así le daba la espalda a la barra y a la realidad, insonorizada y repleta de anuncios, que pretendía colarse a través de la pantalla de plasma de 32 pulgadas que un montón de años atrás le había vendido El Chapas a Chinea de extranjis, cuando todavía conservaba su red de contactos con ciertos guardamuelles.

Como quien retoma la rutina habitual después de un tiempo de encierro domiciliario, en que la fiebre le llevó incluso a sudar unas pesadillas delirantes y angustiosas y la compañía de Gloria terminó siendo un agobio de auxilios casi maternales, porque déjame que te cuide, mi amor, que los tipos duros como tú no saben curarse solos, que en el fondo todos son unos flojos, unos chiquillos, que es enfermar y ponerse a morir despacio, con serena tranquilidad, Gregorio Godoy se dipuso a hojear el periódico con el apetito feroz de quien hace una eternidad no prueba bocado.

-¡¡¡Coñó, no me jodas…!!!

-¿Quién la palmó? -le preguntó Chinea con un tono que oscilaba entre la resignación y la curiosidad.

-¡¡¡Joder!!! ¡Joder!!! ¡¡¡Joder!!!

-¿Qué pasa, Gregorio? ¿Algún conocido? Mira que llevamos una rachita interesante. De tres años para acá conozco a mogollón de gente que se ha ido. Es como si hubiésemos perdido las ganas de vivir -reflexionó en voz alta Chinea con ese pesimismo sin esperanzas del que hacen gala los estoicos, los camareros y los aficionados de la Unión Deportiva.

Después de unos tensos e interminables segundos de silencio, Godoy levantó la cabeza del diario, aunque más bien empinó el cogote con la parsimonia de un galápago, y sin dirigirse a nadie en particular, en voz baja, como si hablase consigo mismo, se limitó a pronunciar una sola frase, masticando cada palabra con la amargura de una rabia que no supo ni quiso disimular.

-Se murió Alexis Ravelo, coño.

Luego, se produjo una nueva pausa, más prolongada que la anterior, solo interrumpida por una pregunta lanzada como piedra puntiaguda, desde el otro lado de la barra, por un hombre cariacontecido.

-¿Y a quién le vas a contar ahora tus historias, Gregorio?

La respuesta revoloteó por un instante en el interior del bar, como una mosca que se estrella en el cristal de una ventana, engañada una y otra vez por su propio reflejo.

Afuera, en la calle Amurga, el conductor de un camión de reparto empezó a tocar el claxon con una impertinencia que, en la desolada atmósfera del bar, repicaba, a través de las calles estrechas y traicioneras de La Isleta, con una cadencia fúnebre, como las campanas en el poema de John Donne.

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