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El callejón
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Las verdades del sepulturero

Estoy absolutamente convencido de que el pasado fin de semana, de no haberse celebrado la gala de los Goya (fiesta hortera e interminable en la que los profesionales de una industria inexistente se premian unos a otros, en feliz comandita, merced a una endogamia subvencionada con dinero público para producir películas sin público), el inepto tarado, que preside el peor gobierno que ha padecido este desdichado país desde la infausta segunda república, hubiera preferido subir al Falcon (cosa que sí hizo al día siguiente para acudir a un mitin en Málaga, para cubrir por el aire un trayecto de solo dos horas en coche), se habría puesto de buen grado el traje de protección de la UME y, acompañado de medio centenar de guardaespaldas y media docena de periodistas lacayos, se hubiese presentado en alguna de las montañas de escombros a las que un terremoto de origen ignoto ha reducido algunas poblaciones al sur de Turquía.

Lo que habría disfrutado, como gorrino en charca, este enfermo de protagonismo, este narcisista irredento, este indeseable sin entrañas, participando con sus cuidadas manos en el rescate agónico de algún can enterrado, de alguna anciana en las últimas o de algún niño, niña o niñe, arrancado de las garras de la muerte por los equipos de especialistas llegados de media Europa (incluso de Israel, aunque estos se vieron obligados a salir a escape ante las amenazas de muerte de una parte de la acogedora población nativa) y que, una vez cumplida la tarea, han sido despachados, como quien se quita de encima a unos huéspedes incómodos, por Erdogan y sus secuaces: siniestro mamarracho que la OTAN mantiene al frente del antiguo imperio otomano, monigote inútil y necesario para sostener el frágil equilibrio de poder a uno y otro lado del Telón de Acero.

Incapaz de ponerse el disfraz de héroe (ahora que llegan los Carnavales), el sepulturero de la Moncloa, sobre cuya conciencia sin conciencia pesan al menos ciento cincuenta mil personas (víctimas directas o indirectas del COVID-19), el sábado se limitó a recibir los parabienes, elogios e incienso de una corte de artistas, artistos y artistes (?) a quienes se les paga del exhausto erario público precisamente para eso.

Y, como era de esperar, la “gran noche del cine español” se convirtió en una retahíla de críticas, mofas y chistes a costa del Partido Popular (cuyo líder nacional, el hijo de doña Rogelia, estaba de cuerpo presente en calidad de bufón por cuenta ajena) y, en concreto, a cuenta de la muy cuestionada red de asistencia sanitaria de la Comunidad de Madrid, aunque con los datos en la mano esta administración sea de las más eficientes, ya que la verdad poco importa cuando de lo que se trata es de imponer un relato oficial cuajado de estadísticas adulteradas, cifras falsas y mentiras sin escrúpulos.

Dan ganas de vomitar al escuchar tanta impostura y tanta hipocresía. Sobre todo, cuando el figura, que tiene el inmenso cuajo de proclamar las virtudes de un sistema de salud gratuito y universal que en los últimos tres años se ha degradado a niveles propios de la década de los ochenta, ha rehuido, con la cobardía que le es propia a un individuo tan mediocre como miserable, cualquier clase de responsabilidad en la catastrófica gestión de la crisis sanitaria.

Este mentecato, que se aferra al cargo con la ciega ambición de los parásitos intestinales, se llena la boca de grandes logros que solo existen en la imaginación de los escribas a quienes paga unas minutas millonarias con nuestro dinero, para que le digan aquello que tiene que decir, que es justo lo que él quiere escuchar, mientras que el “robusto escudo social” del que lleva presumiendo desde que puso sus pezuñas de puerco sobre la presidencia del ejecutivo (por favor, no se pongan nerviosos los adeptos y los adictos, el copyright de la metáfora es de Orwell) no presta la menor cobertura al tratamiento psiquiátrico que necesita un treinta por ciento de la ciudadanía española (que a lo largo de su vida ni siquiera es diagnosticada), a la Esclerosis Lateral Amiotrófica (ELA), a gran parte de las modalidades de cáncer y de las llamadas enfermedades raras. Por otro lado, la media en España para obtener la consulta con un especialista se sitúa en los 75 días y uno de cada cinco pacientes aguarda unos seis meses para ser intervenido en quirófano: cifra que alcanza los 150 días de media en Cataluña, a la que le siguen, en el ominoso ránking, Aragón y, en tercer lugar, Canarias.

Pero, claro, ni los enfermos ni las enfermas muy graves (o en fase terminal), ni los muertos ni las muertas suelen ir a las urnas.

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