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El callejón
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Simeón

Emotiva crónica, relatada desde dentro, de la celebración del Atlético de Madrid de su último título de Liga. Un triunfo impensable sin la ética del esfuerzo y el trabajo colectivo inculcada por su entrenador, Premio Nacional del Deporte 2014.

Con cariño, para mi tío Anelio, hermano mayor de sus sobrinos colchoneros

Parecía inevitable que esta semana tocase diseccionar en este rincón apartado del apuron.com al joven Francisco Nicolás Gómez-Iglesias, émulo PPpatrio del estafador al que Leonardo Di Caprio encarnaba en Atrápame si puedes o, si lo PPprefieren, el PPprecoz asPPpirante a ingresar en el PPparnaso de PPpícaros y rufianes que ha ido excretando nuestra aún púber democracia cual capa de detritus de origen PPparasitario.

            Quizás para desviar la atención de tanto mangante de cuello corto, manos largas y dedos escurridizos como los que abundan por el desmantelado escenario de la verbena triste y melancólica en que ha degenerado esta España mía, esta España nuestra (que tanto se parece al celuloide rancio y zafio que Segura filma -y esperpentiza- en sus Torrentes), el bueno de Nicolás, a quien solo le falta aparecer en Las Meninas, inserto en el rostro entrevisto de su tocayo, Nicolasito Pertusato, mientras da una patada al mastín, en presencia de la enana acondroplásica (y rasgos borbones), Mari Bárbola, se ha convertido en los últimos días en diana de toda clase de burlas, mofas y cachondeos varios, a fin de que la plebe ciudadana olvide e ignore, con la carcajada y el chascarrillo, la cruda y dura realidad de un país que ya sólo despierta náusea, vergüenza y la más justificada de las indignaciones.

            Es por ello que, en estas líneas, me niego a darle al tal Nicolás el protagonismo que otros han preferido proporcionarle, tal vez a modo de jocoso remedio contra el abatimiento, y opto por otorgárselo a otro personaje, sobre el que un sector considerable de la opinión pública pasa de puntillas, eso sí, sin poder evitar, en la mayoría de los casos, poner la mueca torcida de la reprobación, de la desconfianza y el rechazo.

            A mi edad, en que cada día cuesta un poquito más encontrar un buen motivo para levantarse a las seis de la mañana y en que la vida se contempla como una sucesión imparable de episodios que no llevan a ninguna parte, uno se va volviendo selectivo y tiende a escoger, consciente de que el final se acerca con pasos cortos pero firmes, cómo gestiona su tiempo, con quién desea estar y cuáles sus puntos de referencia. Reconozco que, ante un panorama tan desalentador como el actual, resulta complicadísimo hallar en el espacio público gente que merezca la pena y que, en ocasiones, cuando crees haberla descubierto es frecuente caer en la decepción y el desengaño. Sin embargo, estoy completamente seguro de no equivocarme en el caso de Simeón.

            Y no me estoy refiriendo al viejo judío a quien, según relata Lucas, María y José pusieron en brazos a su primogénito y al que el anciano reconoció como "la salvación de todas las naciones" y "la luz que alumbrará a los paganos".

            Y tampoco se trata del santo que permaneció treinta y siete años en lo alto de una columna, alejado del mundo, para estar más cerca de Dios, y al que Buñuel dedicó uno de sus filmes más desconcertantes y divertidos.

            Les estoy hablando, por si no lo han intuido ya, de Diego Pablo Simeone, ex jugador de fútbol y entrenador del Atlético de Madrid, y que, en diciembre de 2011, recaló en Madrid y, con la ayuda de sus entrañables colaboradores ("El Mono" Burgos, "El Profe" Ortega), tomó un equipo que coqueteaba con los puestos de descenso y que, en el corto margen de tres años, ha alcanzado, con gran parte de los futbolistas de entonces y que afortunadamente nunca volvieron a ser los mismos, un campeonato de Liga, una Copa del Rey, una Europa League, una Supercopa de Europa, una Supercopa de España y que estuvo a dos minutos y medio de lograr la Champions League.

            Simeone, a quien mi queridísima madre alguna vez ha rebautizado con mucho tino como Simeón, acaba de recibir el Premio Nacional del Deporte, en la categoría de Mejor Deportista de la Comunidad Iberoamericana, que cada año concede el Consejo Superior de Deportes. Noticia que fue sepultada bajo un millón de reveladoras y trascendentales primicias directamente relacionadas con el partido del siglo de este fin de semana.

            ¿Qué quieren que les diga?

Que, con la que está cayendo, todavía haya un tipo que diga que "el esfuerzo no se negocia", que "solo en el diccionario éxito aparece antes que la palabra trabajo" y que "cuando lo das todo por el triunfo y éste se te escurre de las manos en el último instante, no se debe derramar ni una lágrima, sino mantener la cabeza alta y continuar trabajando", uno se queda como pensativo y le gusta creer que, en el fondo, no todo está perdido y aún se puede y se debe tener esperanza.

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