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El callejón
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El viajero enfermo

Ponerles esta canción a chicos que jamás la habían escuchado y que no sabían quién es Antonio Machado, que te pidan que se la vuelvas a poner y que canten contigo el estribillo es uno de esos momentos que justifican tu trabajo de profesor.

Al profesor y amigo Fernando Cherip Pérez, buen hombre en el sentido más machadiano de la palabra "bondad", y a los alumnos y alumnas de 2ºC de ESO, del IES Tomás de Iriarte, que me proporcionaron uno de esos momentos mágicos que hacen que la vida tenga todo el sentido del mundo

El hombre había llegado en unas condiciones penosas. Le acompañaba su madre y, a simple vista, resultaba difícil acertar cuál de los dos era mayor que el otro.

Recuerdo que, al verlo, me causó una impresión terrible. Por aquel entonces yo tan solo tenía seis años y aún me quedaban demasiadas heridas por descubrir en la piel que envolvía mi realidad cotidiana de pueblecito próximo a la frontera.

Aquel pobre diablo apareció con el dedo de la muerte marcado sobre el fondo de sus ojos grisáceos, que parecían otear un horizonte de infinita tristeza.

Los dos, madre e hijo, no se comunicaban con el resto de huéspedes. A poco de llegar, ella dejó de bajar al desayuno. Y él se encargaba de llevarle un poco de leche y una hogaza de pan que la mujer nunca comía entera.

Por esos extraños caprichos de la memoria apenas conservo recuerdo alguno del fallecimiento de la madre, que apenas sobrevivió unos días al hijo. Sin embargo, no he dejado de revivir el día de la muerte de él. Mi padre nos apartó de la habitación con el celo de quien guarda el sueño eterno de un santo. Pero mi hermano mayor aprovechó un descuido para colarnos en el cuarto.

A modo de mortaja, habían colocado sobre su cuerpo, consumido y escuálido, una bandera para mí desconocida, y el rostro afilado y cerúleo del hombre despertaba más compasión que miedo.

La vi justo antes de salir corriendo, antes de que mi padre nos echase su zarpa de piedra encima. Era una nota pequeña, un papelillo manuscrito, que se debió de caer de su chaqueta ajada sin que nadie reparara en un detalle tan insignificante.

Tardé más de veinte años en comprender el sentido de aquellas palabras:

"Esos días azules y ese sol de la infancia"

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