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El callejón
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Lo siento, Leonor

Con una pícara sonrisa de gratitud al maestro Jardiel, como siempre

            Querida Leonor:

            Aprovecho estas líneas, que escribo de manera apresurada entre los escasos momentos de tregua que me permiten mis muchísimas ocupaciones, para desearte, no sin cierto retraso, un feliz cumpleaños: nueve primaveras ya… Y parece que fue ayer cuando llegaste a mi mundo.

            Desde la perspectiva que me brinda mi privilegiada posición, aquí en lo alto, puedes estar completamente segura de que la feliz nueva de tu alumbramiento fue acogida con justificado orgullo y satisfacción por tus ilustres antepasados y, en especial, por tus muy queridos bisabuelos paternos, que siempre se muestran en extremo preocupados por la suerte que puedan correr los miembros de su nobilísima familia.

            Mi pequeña niñita (no te importará que me tome esta licencia, ¿verdad, mi pueril alteza?), es del todo punto superfluo recalcarte que el natural interés que tus parientes expresan por ustedes va en paralelo a la inquietud que los últimos y más recientes acontecimientos, acaecidos en tu hermoso y simpático país, despiertan en mí. No te puedo ocultar la honda desazón y la creciente angustia que me provoca, aunque por fortuna aún esté un poco lejos de tu natural entendimiento la compresión del auténtico alcance de los hechos a los que estoy haciendo sucinta referencia, la peligrosa deriva que está tomando la situación política en España: y, más concretamente, el creciente desprestigio en el que están cayendo los responsables de los asuntos públicos, lo que ha llevado a que un número cada vez mayor de ciudadanos y ciudadanas descontentas abracen con fervor popular la fe en determinadas ideologías y líderes de sospechosa, cuando no siniestra, catadura moral.

            Contemplo con no poca inquietud la irrupción de una corriente dentro de la opinión pública que, si nada ni nadie lo remedia, terminará por volverse en contra de tu señor padre y de tu señora madre, quienes, al igual que tus sufridos tatarabuelos paternos, de continuar en imparable ascenso esta atmósfera irrespirable de desengaño e insatisfacción cívicas, podrían verse obligados a cambiar de lugar de residencia, al quedarse sin reino que regir o trono que ocupar.

            Hazme caso, mi encantadora y principesca criatura, y trata de avisar a tu regio progenitor de los terribles y oprobiosos riesgos que acechan a tu gloriosa estirpe si no está presto y dispuesto a poner cartas en el asunto, aunque, en la práctica, ello suponga sacrificar a alguien tan apreciado por vosotros como la tía Cristina, cogida en flagrante delito y absuelta de sus muchos pecados contra el séptimo y décimo de mis imperativos, por obra y gracia de la conveniencia dinástica. No seré yo quien despotrique contra esta fórmula de indulto encubierto, ya que en mi nombre se han cometido, se continúan perpetrando y aún se habrán de realizar y justificar las peores tropelías pero nadie podrá jamás acusarme de tibio a la hora de exigir la inmolación de alguno de sus más directos parientes: de hecho, ahí tienes a mi muy amado primogénito, que sigue sin perdonarme lo sucedido en Jerusalén hace ya más de dos mil años. O tu amantísimo papá corta con ciertos lazos familiares, con todas sus consecuencias, o te auguro (y créeme de veras que más sabe la Trinidad por vieja que por Trinitaria), mi queridísima Leonor, que no llegarás a tiempo de lucir la corona que merece reposar sobre la graciosa majestad de tu angelical testa.

            Advertida quedas, pues, mi adorable niña.

            Tuyo por siempre.

Dios 

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