Desde la ventana del local mira las terrazas de césped, que envuelven la charca infecta que le pagaron a precio de oro a dos arquitectos suizos, y lo hace sin amor, con ese resentimiento que queda en el alma como un poso amargo de renuncias y concesiones: desfilan ante sus ojos unos pocos taxis, vecinos con prisas y bolsas y unos cuantos guiris despistados, con su eterna palidez ingenua, inocente, libre del pecado original. Es mediodía y un sol grande, espléndido, cubre Santa Cruz con la luz de toda la esperanza puesta en un nuevo fin de semana que, por contra, a buen seguro sumergerá a la ciudad en su habitual letargo de hastío y decepción.
¿En qué momento se había jodido el país? Y mientras espera a su amigo, al que hace tres años que no ve, hace inventario de todo lo acontecido desde entonces. Y es un recuento rápido y atroz, que termina por hacerle un nudo en la garganta y preferir que todo este tiempo haya sido un largo paréntesis, un lapsus, un error en la continuidad del espacio-tiempo, y le hace desear que nada hubiese sucedido. Aunque, en el fondo, él se sienta como España, que se había jodido en algún momento. Piensa: ¿en cuál? Un vendedor de lotería se para justo en el marco de la ventana y le ofrece un décimo de máquina que su cabeza niega con autómata pereza. Todo está jodido, piensa, la economía, jodida, el futuro, jodido, todos jodidos. Piensa: no hay solución. A lo lejos, ve a un grupito de turistas que se arremolinan en torno a una guía que yergue un parasol amarillo como Conan en el cartel de la película de John Millius, cuando las productoras norteamericanas aún rodaban aquí por las ventajas fiscales y los bajos costes. Hoy ni siquiera Millius tendría trabajo en Hollywood. Hoy el cine se rueda en un garaje, sobre un fondo verde o azul y los intérpretes llevan pijamas verdes o azules y se conectan a sensores de movimiento. Hoy el cine no lo ve nadie. No le interesa a nadie. Y pensar en ello lo arroja a otra ola de pensamientos negativos que lo ahogan en la desesperación. Y la respiración se le entrecorta. Y de repente ahí está David: tres años más viejo, tres años más delgado. Pero sonríe, aún sonríe, que no es poco, con la que está cayendo.
-Ilustre, cuánto tiempo -se levanta y ambos se dan un abrazo.
-Tres años, ¿te parece poco?
-Me parece demasiado -le responde el colega. Y los dos se sientan.
No tarda en irrumpir el camarero, quien vuelve a la barra con el encargo de dos bebidas sin alcohol.
-¿Sabías que este local lo cogió otra gente?
-¿Ah, sí? -el amigo se sorprende. Viene con frecuencia a Santa Cruz pero hace su vida en otra isla.
-La familia Coll lo traspasó a la empresa que lleva La Cuadra del Palmero.
-Pues yo lo veo igual -responde a la vez que describe una panorámica a su alrededor con un giro de cuello.
-Ya sabes… Que todo cambie para que todo siga igual.
-Gran cita pero muy sobajada. Y casi todos los que echan mano de ella no tienen ni puta idea de su origen.
-Gran verdad. Pero es que ese el sino de este país: en la cuna del Quijote es donde menos se ha leído el Quijote. Por cierto, ¿tú te lo has leído?
-La duda ofende, hermano -le contesta aparentando una falsa contrariedad.
-Disculpa, ya sabes, es deformación profesional…
-¿Y qué tal en el instituto?
-No me quejo. Está a diez minutos a pie de donde vivo. Eso no tiene precio. Pero los chicos cada vez saben menos de todo, que es lo más parecido a no saber nada de nada.
-Ya, seguramente es porque usted no trajo traje.
-¡Joder, tú también, hijo mío! Eso parece sacado de un meme. Antes al menos la peña leía El Jueves, y mucho antes leían El Papus, y mucho, mucho antes, leían La Codorniz.
-Tú es que eres un dinosaurio.
-Perdona, Bad Bunny…
-¿Y ese quién es? ¿Un dibujo?
-Más o menos… ¿Y cómo te va en primera línea de fuego?
-Ya sabes, es un no parar. En nada entramos en campaña.
-Tus jefes siempre están en campaña.
-Eso es verdad.
Llega el camarero, sirve con rigor profesional y se marcha con la bandeja a otra parte.
-¿Qué tal llevas la diabetes?
-Bien. Tarde o temprano, con mis antecedentes, tendría que ocurrir. Además, en mi caso, lo de diabético es por partida doble.
-¿Qué?
-Sí, coño, ya lo sabes, soy del diabético de Madrid.
El chascarrillo provoca en su amigo una de sus orondas y prolongadas carcajadas que, como siempre (ya casi lo había olvidado), finaliza en un soplido acuoso, como el de un neumático desinflado.
-Veo que no pierdes el sentido del humor.
-Es lo último que debe perderse. Igual que la esperanza. Por cierto, ¿quién está de alcalde ahora en El Rosario?
-Ni idea.
-¿Te acuerdas de Macario?
-¿Cómo olvidarlo? Parecía un personaje sacado de un álbum de Astérix.
-Sí -ahora es él quien sonríe-. Era un cruce entre Abraracúrcix y Obélix.
-Sí, sí, sí, lo que daría por contemplar un mano a mano entre Macario y Nemesio en casa Asterio.
Los dos viejos ex compañeros vuelven a reír al unísono, lo que los retrotrae a tempos pasados, en que se conocieron (y se reconocieron el uno en el otro), en las penurias de una redacción, destartalada y caótica, de un periódico hoy inexistente, salvo en la memoria de quienes se dejaron en él jirones de sí mismos (y de sí mismas).
-Ya nada ha vuelto a ser igual.
-La pandemia ha arramblado con todo.
-Sí, precisamente, poco antes de que llegaras, estaba reflexionando sobre eso. Sobre el preciso instante en que todo empezó a irse al carajo.
-¿Y…?
-Van a cumplirse diecinueve años de ese momento, my old friend.
-¡No me jodas! ¿Me vas a hablar del 11-M?
-No, no te voy a hablar del 11-M, porque ni tú, ni casi nadie en este puñetero país quiere saber nada del 11-M. Y más que nadie el PP del hijo de doña Rogelia: esos son los que menos quieren hablar del temita en cuestión. Pero esa fue la fecha fatídica en que nos empezamos a ir al carajo.
-Pues yo no lo veo así.
-Lo sé y me parece perfecto. Pero, como nadie me hará bajar de ese burro, será mejor que hablemos de otra cosa. ¿A que estuvo bien el homenaje al Cholo?
-Fue justo y necesario.
-Sí, es justo y necesario, darte gracias, señor, por El Cholo, Griezmann, Koke y Angelito Correa.
-Amén.
De pronto, por la ventana entra una brisa grata y refrescante, que bendice con su benévola caricia la entrañable complicidad de los dos amigos.