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El callejón
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El último cuplé o la última palabra

Como la copla barata en una peli mala de Sarita Montiel, de cuyo óbito se cumple ya un decenio. O como una de tantas pinturas deleznables de ese monstruoso devorador de mujeres, matador de toros frustrado y tacaño enfermizo cuya firma lo opaca todo con solo mencionar su apellido (incluso sus mejores lienzos, que son gemas preciosas en medio de una constelación de figuras horrendas, retales de migrañas inacabadas, recién arrancados del despertar de un niño aterrorizado), medio siglo después de su muerte. O como ese negocio atroz de la guerra que no puede acabar nunca porque todas las grandes fortunas que mueven al mundo tienen su origen inmundo en vender armas (o verdadera chatarra a precio de carros de combate) para que otros pierdan la vida a cambio de nada.

Todo en la realidad a este otro lado de la pantalla sobre la que ahora mismo escribo que todo en la realidad a este otro lado de la pantalla sobre la que ahora mismo escribo carece del menor significado porque hemos permitido la degradación del significante (que es aquello que hace que la realidad exista mientras la nombramos mediante fonemas articulados) hasta convertirlo en un simple repertorio de lugares comunes, de frases prefabricadas, de falsas verdades o de consignas mendaces, de convicciones aplastantes e indiscutibles, ya que llevar la contraria a la mayoría te vuelve un reaccionario o un sospechoso, un disidente, un subversivo o un potencial enemigo de la Gran Verdad Aceptada por Todos, Todas y Todes.

Sin embargo, me niego a aceptar que esto sea así. Y me aferro, como a un clavo ardiendo, a mis propias dudas, a la absoluta falta de certezas, a las firmes convicciones de no tener nada claro y que me empujan a gritar ¡No! y, en definitiva, a pensar, a creer y a cuestionar lo que me da la gana. Y contemplo con espanto la liturgia que cada año, por estas fechas, se celebra en torno al sufrimiento y a aceptar con bovina resignación que todo acaba aquí o, en el mejor de los casos, en un lugar, sin tiempo ni espacio, en el que se supone que dejas atrás el dolor para encontrar la dicha eterna.

Hace un montón de años creo haber leído en un cuento de Borges una frase que me dejó una impresión indeleble. He olvidado el título del relato, de ahí que la cita sea inexacta, como tratar de leer el firmamento en la engañosa poesía de los astros, cuando se sabe que un gran número de ellos son solo el destello moribundo de un espectro en la la larga noche del cosmos. El narrador decía algo parecido a que dos son las ficciones que han traído de cabeza al ser humano desde que adquirió consciencia de sí mismo: la búsqueda de un gran tesoro oculto en un enclave remoto y la salvaje y cruel crucifixión de un judío, en la antigua capital de la provincia romana de Judea, que aceptó su brutal sacrificio para redimir al resto de la humanidad.

Alejados de Dios (si es que tal entidad existe) y cada vez más de sus propios semejantes, los hombres y las mujeres se hallan inmersos, felices e ignorantes, en pleno proceso de infantilización, autocomplacencia y desarraigo emocional: rendidos, entregados, aborregados y conformistas con el credo globalitario que aceptan con la mesiánica infalibilidad de una cruzada (pese a que esta incube en su seno una siniestra colección de mentiras: del apocalipsis climático a la superpoblación o la quimérica rentabilidad de las energías alternativas); lo que, en el fondo, significa no ya comulgar con ruedas de molino sino aceptar tu condición de mero figurante y espectador de un destino que otros, otras y otres ha preparado en exclusiva para ti.

Aunque recuerda, ahora y siempre, que eres tú y sólo tú quien tiene la última palabra.

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