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El callejón
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Telmo

Al compañero, bloguero y docente, Ibrahim Pérez, miembro de la Peña Los Leones de Benahoare

            Una semana después de la triste noticia con la que me terminaba de desayunar el pasado domingo, y que cubrió con su siniestro sudario de sangre y lágrimas negras lo que debía haber sido una mañana de fútbol a orillas del Manzanares, me siento ante el teclado y trato de hacer abstracción de tanta muerte absurda y tanta hipocresía (que no es otra cosa que el celofán barato con que los cínicos envuelven su total ausencia de escrúpulos) e intento dedicarle unas líneas (qué menos) al auténtico héroe, al deportista intachable, al ídolo inmortal cuyo hito inalcanzable fue finalmente superado por otro excelente futbolista, tan escurridizo y letal en sus incursiones en el área como diminuto en su afán (se me antoja una empresa imposible) de alcanzar un puesto aledaño a la deidad trinitaria que reina en el Olimpo balompédico.

Siguiendo una singladura inversa, Telmo Zarraonandía Montoya vino a este mundo (el 20 de enero de 1921) en el mismo lugar en el que León Tolstoi se despidió de él: una estación de tren. El alumbramiento tuvo lugar en el domicilio familiar de Asúa (Erandio, Vizcaya), localidad en la que don Pedro Telmo Zarraonandía Barturen Oñarte-Sagasti Zabala, padre de la criatura, trabajaba como jefe de estación ferroviaria y vivía con su señora esposa, doña Tomasa Águeda Montoya Salazar Barron Ruiz de Austri, madre de diez hijos (cinco chicas y cinco chicarrones), de los que el pequeño Telmo fue el séptimo.

Telmito (que era como lo llamaban cariñosamente sus hermanas y colegas del barrio) no tardó en dar patadas a un balón de reglamento. No en balde, su hermano mayor, Tomás, jugaba de portero en Primera División, en el Arenas de Guecho. En aquellos partidos infantiles, disputados en equipos locales como el Asúa o el Pitaberetxe, Zarra empezó a ser apodado "El Miedoso":

"Siempre he sido muy vergonzoso y cohibido. Hasta jugando lo era. En Asúa me llamaban Telmito, el miedoso. Ya entonces era muy precavido. Si el defensa era muy duro y yo iba con desventaja, trataba de no llegar al balón. No quería que me rompieran una pierna".

El luego mítico delantero firmó su primer contrato como profesional con el Erandio, de Segunda División, club al que llegó a finales de la década de los treinta. Acabada la guerra y habiendo logrado ya singulares proezas (como anotar siete de los nueve goles que un combinado de futbolistas vizcaínos le endosó a otro de Guipúzcoa), a la finalización de la Guerra Civil, Zarra fichó por el Athletic Club.

El 29 de septiembre de 1940 debuta en Primera División, en un partido de Liga contra el Valencia, en el que, a los diecisiete minutos de juego, marca el primero de sus doscientos cincuenta y un goles, cifra que no había sido superada, en casi sesenta años, hasta el pasado 22 de noviembre, en el que Lionel Messi perforó tres veces la meta del Sevilla.

Tras el paréntesis que para él supuso la realización del servicio militar en Ceuta, a su regreso, en la temporada 1942-1943, Zarra emprendió la etapa más gloriosa de su carrera: escoltado en la línea ofensiva por los legendarios Venancio, Panizo, Iriondo (superviviente del bombardeo de Guernika) y Gaínza, el delantero centro resultó decisivo en la consecución del doblete (Liga y Copa). Al año siguiente, una lesión de clavícula lo mantuvo alejado de los terrenos de juego, pero se recuperó a tiempo para disputar la final de Copa, ante el Valencia, anotar uno de los dos goles de su equipo y llevarse el título que llevaba el nombre de Generalísimo Franco.

Doce meses después, en 1945, de nuevo en la final de Copa, sufre la primera y única expulsión de toda su inmaculada trayectoria como profesional:

"El juego estaba parado tras un barullo. Álvaro [jugador del Valencia] estaba en el suelo y un compañero me dijo en broma que lo pisase. Siguiendo la broma, yo hice ademán de hacerlo. Pero Escartín [el árbitro] me vio y… a la caseta".

Finalmente, el Athletic se hizo con un nuevo título copero merced al gol de Iriondo, que puso el 3-2 definitivo en el marcador.

Esa misma temporada, 1944/1945, Telmo Zarra se alzó con el primero de sus seis trofeos como máximo goleador, algo que aún no ha logrado ningún otro futbolista con posterioridad. No exento de habilidad para el regate, el ariete vizcaíno se caracterizaba por su magnífico sentido de la anticipación y por un soberbio dominio del juego aéreo, en una época en la que golpear con la testa aquellos balones de cuero, pesados y voluminosos, era lo más parecido a cabecear una piedra. Su olfato para el remate queda patente en la final de Copa de 1950, frente al Real Valladolid, en la que Telmo marcó las cuatro dianas que le dieron el título a su Athletic, tres de ellas en la prórroga.

Ese verano, en el estadio de Maracaná, durante la disputa del campeonato mundial, Zarra, esta vez con el pie derecho, a pase de su compañero Gaínza, perforó la portería de la selección inglesa, defendida por Bert Williams, en lo que fue el gol más célebre en la historia del balompié patrio hasta el minuto 116 de la final de Johanesburgo, en la que Andrés Iniesta ("¡Ay, Iniesta de mi vida!") puso fin a medio siglo de frustraciones.

"Fue grande aquella tarde pero no fue la mejor. Ni siquiera la segunda mejor. La segunda mejor la firmó ante el Depor. Caído en un choque el central Ponte, Zarra eludió rematar para que le atendieran. Y la mejor… La mejor la firmó en Málaga -relata con brío y emoción contenida José Antonio Martín Otín, "Petón", en su imprescindible El fútbol tiene música-. El delantero rojiblanco había desbordado por intuición, como casi siempre. Ganó la espalda a la defensa del Málaga y ahí estaba, un solo toque, y superaría al portero para marcar a puerta vacía. Arnau, central malaguista, había sido el último en intentar pararle. En su empuje, el burlado Arnau se golpeó los tacos traseros de Zarra que ya solo tenía que empujarla. Telmo oyó el grito de dolor del zaguero, miró, paró, miró y envió el balón treinta metros del gol para que atendieran al compañero caído". 

En 1955, Telmo Zarra puso fin a su brillante carrera profesional. Luego, de forma desinteresada y sin cobrar un duro, jugó dos temporadas en Segunda División: la primera, en el Indautxu (club en el que años después militaría otro delantero mítico e igual de caballeroso, José Eulogio Gárate) y la segunda, en el Baracaldo Altos Hornos de Vizcaya. Posteriormente, continuó disputando pachangas con el equipo de veteranos de Vizcaya, con las que se recaudaba dinero destinado a obras benéficas.

Ya retirado del fútbol, el delantero montó un restaurante familiar en Munguía, del que vivió dignamente el resto de su vida.

En agosto de 1997, el Athletic le tributó un precioso acto de homenaje, apalabrado en su último contrato como jugador pero que no había llegado a celebrarse, y en el que estuvieron presentes figuras inolvidables como Alfredo Di Estéfano, Ladislao Kubala, José María Maguregui o Rafa Iriondo y al que no faltó Bert Williams, portero de la selección inglesa al que Zarra marcó el gol en la Copa del Mundo de 1950. Se da la circunstancia de que Williams (fallecido en enero de este año), que fue instructor de la Royal Air Force en la II Guerra Mundial y recibió la Orden del Imperio Británico (por su carrera futbolística y por sus muchas obras de caridad), desarrolló toda su vida deportiva en el hoy modesto Wolverhampton Wanderers, con el que consiguió varias ligas y títulos de Copa, y del que nunca se marchó, a pesar de recibir una suculenta oferta del Chelsea, que rechazó por expreso deseo de su esposa (luego, el fútbol ha sido infectado por mercaderes de armas y de almas).

En 1997, Zarra también fue recibido en audiencia por el rey Juan Carlos, a quien el ex futbolista recordó haberlo sostenido en brazos cuando el monarca apenas tenía seis años, y por el Papa Juan Pablo II, a quien Telmo obsequió con una imagen de la Virgen de Begoña y un balón firmado.

Su fallecimiento, ocurrido el 23 de febrero de 2006, a causa de un infarto, tiñó de luto al fútbol español, que hoy recuerda su figura como un espejo bruñido con nobleza en el que poder mirarse, justo en unos tiempos mediocres, los actuales, en los que hemos caído tan bajo que aún no se ha tocado fondo.

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