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El callejón
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Mendilíbar

José Luis Mendilíbar Etxebarría (Zaldívar, 14 de marzo de 1961), ex futbolista de la Cultural Durango, Bilbao Athletic, Logroñés, Sestao Sport Club (para el que jugó ocho temporadas como medio punta ofensivo o extremo, a las órdenes de un primerizo Jabo Irureta y donde coincidió fugazmente con un jovencísimo Txingurri Valverde, que daría el salto al Español de Clemente) y Lemona, jamás pisó el césped de un campo de primera división hasta que sus buenos resultados como entrenador de la Sociedad Deportiva Eibar le llevaron a ser designado como primer técnico del Athletic Club de Bilbado, en la temporada 2005-2006, puesto del que fue despedido cuando apenas se llevaban disputadas nueve jornadas del campeonato.

Desde entonces, Mendilíbar fue contratado por hasta cinco equipos de la hoy Liga BBVA (Valladolid, Osasuna, Levante, Eibar, Alavés) con los que cosechó grandes y modestos éxitos (campeonato de Segunda con el club pucelano y ascenso a Primera, en la campaña 2006-2007; séptimo puesto, a un solo punto de jugar competición europea, al frente de los pamplonicas, en el ejercicio 2011-2012; o las seis temporadas consecutivas que mantuvo al Eibar en la máxima categoría del fútbol español, a pesar de disponer siempre de uno de los presupuestos más bajos de Primera e incluso inferior a alguna entidad de Segunda) y de los que terminó siempre despedido antes de tiempo, salvo de la citada sociedad deportiva vizcaína, con la que naufragó, cual capitán de buque, al término de la extraña temporada 2020-2021, la que se disputó en estadios vacíos y con controles sanitarios constantes.

Un Sevilla con la soga el cuello y en medio de una las peores campañas que recuerdan sus seguidores recurre a última hora a Mendilíbar, para reflotar una nave a la deriva total, el 21 de marzo de este mismo año, en sustitución de un irascible y desquiciado Jorge Sampaoli que, por momentos, ataviado con un extraño chándal azul y gorro de lana a juego, parecía en la banda un patriarca pitufo fuera de sí y al borde de un permanente ataque de nervios, a orillas del Nervión.

Con escasísimo margen para el error, el técnico vizcaíno echa mano del único jugador que conoce en la plantilla que le ofrece garantías de lealtad (el portero Marko Dimitrovic, a quien, en el Eibar, le encomendaba incluso tirar los penaltis) y lo empieza a alinear en lugar del marroquí Yassine Bono (que venía de consagrarse en el Mundial de Qatar pero que, al igual que sus compañeros, estaba cuajando un año horroroso) y, empleando mucho sentido común y templanza, deja atrás experimentos con gaseosa, extravagantes probaturas y no pocas excentricidades; coloca a cada cual en su puesto; reconstruye al equipo desde la defensa (que hasta ese momento competía en diversión y galanura con la verbena de La Paloma); le devuelve la confianza a chavales con clase, como Óliver Torres o Bryan Gil; refuerza el liderazgo de Navas y Rakitic; carga el juego por el lado izquierdo, que ataca y defiende, con un derroche descomunal de potencia y efectividad, el argentino Acuña, flamante campeón del Mundo; y arriba, en ataque, el llamado Zorro de Zaldívar se encomienda al oportunismo del bueno y elástico de Youssef En-Nesyri, a la calidad de Suso, al acierto de Lamela y, también, al inconstestable poderío de Nuestra Señora de Begoña, sin cuya decisiva mediación se nos antoja que, ni de coña (disculpen la vulgaridad), esta auténtica murga deportiva, que en marzo arrastraba la dignidad palangana por la primera división y le veía las orejas al lobo, habría cosechado por vez primera en la historia del club cuatro victorias seguidas a domicilio y con la portería a cero y, ni muchísimo menos, hubiese sobrevivido, de forma milagrosa, al baño de juego y goles al que la sometió el Manchester United, en Old Trafford, a falta de diez minutos para la finalización del encuentro de ida de cuartos de final de la Europa League que, como todos saben a estas alturas de la película, terminó adjudicándose el cuadro hispalense, por séptima vez (que se dice rápido: siete finales disputadas, siete ganadas), con toda justicia y en mejor lid, en el Ferenc Puskas de Budapest, contra la Roma dirigida por un mamarracho absolutamente indeseable, de quien ahora abjuran y reniegan, con la cobardía de los hipócritas y de las furcias indecentes, los mismos cantamañanas que hasta antes de ayer le rendían pleitesía, por complacer a su único amo, Florentino Pérez.

Fichado como medida urgente y transitoria por tres meses, el increíble logro cosechado por este tipo absolutamente normal hasta decir ¡basta!, con un grupo de jugadores que hasta su llegada parecían una banda de matados, ha forzado a la directiva sevillista a ofrecerle una imprevista renovación que ni siquiera había contemplado el director deportivo de la entidad, el celebérrimo Monchi, quien medita en estos momentos mandarse a mudar (dicen que a Inglaterra) aunque eso le supondría renunciar a una cuantiosa cantidad de dinero que el tal Monchi no está dispuesto a pagar. Entre granujas anda el juego. Porque tanta responsabilidad tienen en el club de haber puesto el patrimonio de una entidad centenaria y con tanta solera en manos de un mercachifle que se lleva sirviendo de ella para su enriquecimiento personal desde hace más de una década, como el principal accionista de esa agencia de compraventa de futbolistas en que ha transformado al Sevilla Club de Fútbol, en el que la plantilla viene a ser un remedo balompédico de la antigua Sociedad de Naciones y en la que brillan por su ausencia los muchachos de la cantera, en favor de la cartera, siempre en las mismas manos, en las mismas sucias manos.

Muy por encima de estas disputas groseras, de rastreras ambiciones y compensaciones peseteras, Mendilíbar disfruta de su nuevo contrato fijo discontinuo, con sabiduría de viejo, mucho más que de diablo, porque sabe mejor que nadie que la gloria es efímera y para los entrenadores modestos como él esta es una oportunidad que acontece una o ninguna vez en la vida. Y vaya si la está disfrutando: nadie, absolutamente nadie, podrá arrebatarle nunca ni el título de campeón continental, ni la gratitud eterna que le profesan cientos de miles de aficionados sevillistas, aunque esos mismos seguidores sean los primeros en pedir su cabeza en cuestión de meses. Algo que a buen seguro el entrenador vasco tiene más que asumido y le trae sin cuidado.

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