Mientras los hidroaviones sobrevuelan nuestras cabezas, marcando con la rotación de sus hélices el ritmo de nuestro desvelo, uno contempla la foto y no puede por menos que respirar tranquilo (a pesar de la canícula, del apocalipsis climático, de la nueva variante del COVID y de que en los anaqueles de los supermercados no se puede encontrar un litro de aceite de oliva por debajo de las novecientas pesetas), ya que el relevo está asegurado. Nada ofrece más seguridad y equilibrio que la continuidad de la monarquía al frente de la jefatura del estado: su origen divino y su ilimitada trascendencia más allá del tiempo y del espacio (¿o ya han olvidado a la princesa Leia?) nos proporcionan la tranquilidad y serenidad de espíritu necesarias para afrontar con la debida calma y quietud la total constatación de que, ahora sí, más temprano que tarde, este país de naciones se va definitivamente al carajo.