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El callejón
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La cumbre en llamas

La vida no es más que una sombra en marcha; un mal actor que se pavonea y se agita una hora en el escenario y después no vuelve a ser oído: es un cuento narrado por un idiota, lleno de ruido y de furia, que nada significa”

William Shakespeare, Macbeth

Estoy sentado junto a la ventanilla aguardando a que se vea la puta isla. Anoche, mientras estábamos cenando, decidí que había que venir hoy mismo, porque mañana era imposible. No puedo multiplicarme, ni dividirme, ni partirme en dos. Ya me gustaría, pero no llego a tanto. Mi estructura molecular no lo permite. Ahora me arrepiento de no haber invertido mi tiempo en adquirir muchos más conocimientos. Entonces sí que sería el puto amo. Pero siempre me ha podido esta inclinación mía a tocarme los güevos. Es una pena, no puedo dejar de pensarlo. Si hubiese sido un poco más disciplinado… De todas formas, no me ha ido tan mal. Todos los que me habían dado por muerto hoy hacen cola para lamerme el culo y aquí arriba todo resulta mucho más fácil. Es mucho más sencillo. Lo peor son estos compromisos de mierda. Malditas las ganas de volar a estas islas de muertos de hambre, de inútiles, de gandules. Estos subnormales son incapaces de resolver nada. No saben ni siquiera apagar un puto incendio, aunque las llamas les muerdan el culo. Este es un país de putos retrasados mentales. Con la de cosas que tengo que hacer para tener que preocuparme por este marrón. Pero, claro, si no vengo, porque no vengo. Y si vengo, porque vengo. Que os den por el culo, gilipollas. Me queríais enterrar y aquí estoy. A ver quién tiene los santos cojones de echarme ahora, hijos de puta. Me podéis comer la polla, desgraciados. Y hablando de comer, tengo hambre, joder. Y el caso es que ya desayuné de puta madre. Será el estrés, la ansiedad, tener que tratar las veinticuatro horas del día con imbéciles. El caso es que tengo apetito y no sé qué echarme al coleto. ¿Tendré algún trastorno nervioso? Debería hacerme otra analítica. No sé. A lo mejor me estoy volviendo un poco aprensivo. Quién sabe… Me importa una mierda lo que digan de mí, lo que piensen de mí, me suda la polla, pero no puedo permitirme caer en la más mínima debilidad porque, si no, estos cabrones acabarían conmigo, me harían pedazos a la menor oportunidad y ese es un riesgo que no puedo correr. Además, no les quiero dar ese gusto, coño. Me aguantaré. Beberé un poco de agua Perrier con hielo y limón. Y que no me molesten hasta que nos estemos aproximando. Le pediré al otro subnormal que maniobre sobre el Teide para que pueda ver mejor cómo arde todo. Cuando me di la vuelta sobre el cráter del volcán descubrí que todo ese humo, toda esa fuerza incontrolable, toda esa inmensa destrucción, me fascina. Algo parecido debió de sentir el puto Oppenheimer al ver con sus propios ojos la primera explosión atómica. Seguro que se corrió en los pantalones, fijo. El tipo era una máquina de pensar pero también de follar. Un poco como yo. Por cierto, a mí me hubiese pasado lo mismo. Recuerdo que cuando tomé tierra, después de sobrevolar la erupción en helicóptero, toda la corte de ridículos lameculos y chupapollas me recibió como si fuera un redentor y aquello fue demasiado para mí: me excité hasta el punto de que se me puso dura, me costó un güevo y parte del otro que no se notara el bulto en la entrepierna. No sé quién dijo que el sexo es poder. Pues en ese preciso instante me dieron ganas de sacarme el cipote y mostrarle a todos estos estúpidos quién tiene la sartén y, sobre todo, el mango, soplapollas. Tentado estuve de aliviar la tensión con la primera tía buena que se me pusiera a tiro. Y es que en esos momentos una pulsión incontenible me bloquea por completo y siento que estoy al límite de mis fuerzas y voy a perder el control. Por eso necesito desfogarme de vez en cuando: demostrar que puedo hacer lo que me sale de los cojones porque nadie va a detenerme, nadie. Algunos dicen que estoy loco porque no tengo conciencia, ni principios. Que os den por culo. ¿O creéis que he llegado hasta aquí por ser un santo? Meteos vuestra moral de pringados por donde os quepa, subnormales. Me descojono de todos vosotros. Con un poco de suerte me voy a pegar otros cuatro años cagándome en todos vuestros muertos, hijos de puta. Que no os tengo ningún miedo. Nadie puede pararme porque no ha nacido un hijo de puta mejor que yo. ¿Cómo decía el tío en la película? “He devenido en la muerte y soy el destructor de mundos”. Ese soy yo. Que os follen, pringados.

Había dado orden expresa de que lo despertasen poco antes de iniciar la maniobra de aproximación al aeropuerto. Sin embargo, el auxiliar de vuelo se mantenía petrificado, sumido en una parálisis absoluta, fruto del miedo y de la incertidumbre, ya que solía tener un despertar áspero y, en ocasiones, hasta violento: como si en lugar de haberse perdido en la nada hubiese caído en el pozo profundo, oscuro y angustioso de unas pesadillas atroces, como serpientes, y tal vez perseguido por ellas a través de un túnel de incómodos remordimientos o acaso por la cruel constatación de que, en realidad, también él era tan solo la pieza (prescindible e intercambiable) dentro un engranaje siniestro, invisible.

Al final, optó por no despertarlo: que la bronca se la ganase otro.

Y allí lo dejó, flotando en medio del vacío, mientras sus ojos cerrados se movían nerviosos, con una frecuencia telegráfica bajo los párpados, y un hilillo de saliva le caía de la comisura de los labios, convirtiendo la fotogénica simetría de su rostro equino en la inexpresiva mueca de un idiota.

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