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El callejón
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El western que le faltaba a Scorsese

Al profesor Anelio Rodríguez Concepción, hoy felizmente jubilado, que trató de aleccionarme (con éxito) en el interés por la música clásica, Silvio Rodríguez, Los Beatles, Caravaggio y los grandes maestros de la pintura, los álbumes de Astérix y Obélix, las Joyas Literarias Juveniles de la editorial Bruguera, el teatro de Antonio Buero Vallejo, el primer García Márquez y por el cine, a donde me acompañó infinidad de veces siempre que pudo (tanto en el Circo de Marte como en el Parque del Recreo) y que un sábado por la tarde, en octubre de 1986, me convenció para ir a ver de estreno “¡Jo, qué noche!”   

Frágil, menudo, nervioso, aprensivo, Martin Scorsese se crio en una barriada al sur de Manhattan, rodeado de familias (como la suya) formadas a partir de inmigrantes procedentes del sur de Italia. “Allí solo podías terminar siendo dos cosas: un mafioso o un sacerdote”, ha recordado en tantas entrevistas.
Su escasa estatura y su asma le hicieron decantarse por una vocación sacerdotal que abandonó porque, en el camino, descubrió que lo más que le daba sentido a su existencia era el arte cinematográfico. Y cambió el seminario diocesano por la Escuela de Cine de la Universidad de Nueva York. Desde aquel entonces, en plena ebullición antibelicista de los sesenta, Scorsese ha cubierto más de medio siglo de entrega absoluta al “milagro” de los veinticuatro fotogramas por segundo y, con una convicción religiosa, ha dirigido una treintena de largometrajes y un buen número de documentales que han hecho de él uno de los más prestigiosos cineastas no sólo de su generación sino de la historia reciente.
Cinéfilo (y, en buena medida, cinéfago), muestra por su oficio una pasión casi tan desmedida como la que cualquier mortal puede llegar a sentir por otra persona. Historiador, restaurador, conservador y divulgador del lenguaje audiovisual, sus últimas películas, amén de la propuesta original que en sí misma constituyen, suelen consistir en una lección magistral de puesta en escena, de narración fragmentada (pocos realizadores como él saben hacer uso de los saltos hacia adelante y hacia atrás en el tiempo) y de cómo dirigir a los actores haciéndoles partícipes del proceso de creación colectiva del que toman parte.
A partir del espléndido libro de no ficción de David Grann (que relata con precisión milimétrica el genocidio perpetrado contra la comunidad Osage, en Oklahoma, en la década de los años veinte de la pasada centuria), Scorsese consigue abordar al fin quizá la única asignatura pendiente que le quedaba en su admirable carrera: rodar un western. Bueno, un film lo más parecido a un western que un neoyorkino irredento como él se va a poder permitir. A la vista del resultado, y a pesar de su excesiva duración, uno se atreve a afirmar que ha superado el reto. Y con la máxima nota. Contribuyen a este logro un reparto excepcional (en el que tanto su pareja protagonista, Lily Gladstone y Leonardo DiCaprio, como el apabullante elenco de secundarios, encabezados por un Robert De Niro memorable bajo la áspera piel de una víbora con anteojos -como Guerra describía a Tierno Galván-, ofrecen un conjunto de sobrias y espeluznantes interpretaciones), la sobresaliente fotografía del operador mexicano Rodrigo Prieto (que bebe con indisimulada fruición de los grandes paisajistas norteamericanos: Charles Warren Eaton, Frederic Edwin Church, Thomas Cole, Sanford Robinson Gifford  o Albert Bierstadt), el montaje impecable (en esta ocasión, contenido, sin excesos ni alardes) a cargo de Thelma Shoonmaker (compañera de viaje de Scorsese desde Toro salvaje hasta hoy y ganadora de tres Óscars de la Academia) y la estupenda banda sonora que firma el músico y productor Robbie Robertson, amigo personal del director durante casi seis décadas y fallecido antes del estreno de Los asesinos de la luna (Killers of the Flower Moon). A él va dedicada esta nueva plegaria de un artista que ejerce su oficio con la orgullosa humildad y la determinación moral de un cura a pie de parroquia, en un barrio chungo, igual a aquel del que él mismo procede y del que nunca ha renegado.

¡¡¡Madadayo, Bac!!! No lo olvides.

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