En 1983, con motivo del décimo aniversario del asesinato de Luis Carrero Blanco, Juan Antonio Bueno Fernández y José Luis Pérez Mogena, el programa Informe Semanal ofrecía un reportaje sobre tal magnicidio en el que se incluía una entrevista con uno de los autores materiales del crimen, amnistiado seis años antes, quien, entre el humo de su cigarrillo y un vaso de tubo en ristre. a medio consumir, relataba su versión de la historia con la autosuficiencia de quien se sabe impune y con la aparente indiferencia del que se enmascara tras la falsa modestia. A mí, aquel tipo, de rictus entre chulesco y presuntuoso, me cayó fatal y me pareció un fantasma que trataba de travestir un crimen aparatoso y execrable bajo la pátina de una presunta proeza cívica. Por aquel entonces uno empezaba a pensar por su cuenta (qué se le va a hacer) y no entendía la cordialidad con la que Televisión Española acogía el testimonio de un personaje tan repugnante.
Pero el tiempo pasa y la verdad, por mucho que algunos pretendan ocultarla o adulterarla, sale a la luz, tarde o temprano. Durante décadas se ha embaucado a la ciudadanía de este país con un relato absolutamente edulcorado de la llamada transición democrática: un periodo que hoy aparece más envuelto en brumas, supresiones y alteraciones que la luminosa y salvífica empresa, carente de pecado o pecados originales, que han pretendido endilgarnos cual mercancía averiada como si se tratase de un mito fundacional, sin mácula ni reproches.
A lo largo de estos últimos cuarenta años, se nos ha querido convencer de que la muerte del entonces presidente de gobierno era una condición imprescindible para que el porvenir fuese escrito según el patrón de los mismos escribas que lo han redactado y ha sido una creencia comúnmente aceptada que con la eliminación del principal obstáculo al proceso dirigido por Juan Carlos I (designado en vida por su predecesor como su sustituto al frente de la jefatura del estado), que se supone que encarnaba el almirante de aspecto feroz e intransigente (prestigioso militar que había participado en la contienda civil en el bando nacional y que luego no dudó en recomendar a Franco la neutralidad del país durante la segunda guerra mundial), la integración de España tanto en la comunidad internacional como en la Alianza Atlántica (la OTAN) terminaría siendo (como finalmente fue así) un plácido tránsito de la dictadura a la monarquía parlamentaria, a pesar de los inevitables (y sangrientos) sobresaltos.
Hoy, todo aquel que no se resigne a comulgar con ruedas de molino y a adoptar la actitud crítica de un adoquín y que, al igual que el avestruz, no prefiera esconder el pescuezo bajo la tierra, sabe que la eliminación física de Carrero y sus dos desdichados acompañantes si bien fue ejecutada en sentido material por una banda de vulgares matarifes no hubiera sido posible sin la decisiva colaboración del departamento de Estado norteamericano y de los servicios secretos del propio gobierno franquista, cuyo líder supremo hacía tiempo que había emprendido un penoso declive físico que habría de llevarlo a la tumba dos años después.
Apenas un día antes de que lo hicieran saltar en unos cuantos pedazos, Luis Carrero Blanco se había entrevistado con Henry Kissinger con el propósito de que el primero se aviniese a renovar los acuerdos de colaboración con Estados Unidos en unos términos tan inaceptables (desde el punto de vista de la soberanía territorial y de autonomía en materia de defensa nuclear) para el presidente español que el recientemente fallecido político de origen judeoalemán hubo de marcharse con el rabo entre las piernas. Al día siguiente tenía previsto darse una vuelta por el Madrid de los Austrias, visitar algún museo y tal vez almorzar en Casa Lucio. Sin embargo, una llamada procedente de Langley, cuartel general de la CIA, le disuadió de sus planes y le recomendó salir de España cuanto antes, rumbo a París.
El resto de la historia ya la conocen.