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El callejón
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Vaya par de mellizas

Permítanme que hoy, antevíspera del final de uno de los años más bochornosos que ha vivido este desdichado país en su largo penar hacia la nada que se prolonga desde la ignominiosa mañana del 11 de marzo de 2004, vuelva a parafrasear (y sobajar una vez más) al clásico y que enuncie, entre la frustración y la rabia (¿acaso no son hijas bastardas de la humillación?), aquello tan manido de que es este, sin duda, “el peor de los tiempos; la edad de la sabiduría y también de la locura; la época de las creencias y de la incredulidad; la era de la luz y de las tinieblas; la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación”, ya que todo lo poseemos, pero nada tenemos: vamos directamente al carajo, si bien se nos pretende convencer de que vivimos en el lugar opuesto porque, precisamente, nuestras más notables autoridades insisten en que, en lo que se refiere tanto al bien como al mal, todo es relativo.

En fin, no quiero darles más la turra, así que, sin entrar en mayores detalles, iré directamente al grano, que, en este caso, es la cicatriz que parte en dos a la opinión pública con una profundidad que no se recordaba desde la década de los treinta de la pasada centuria.

El nivel de mediocre abyección al que han caído los máximos representantes de la soberanía nacional (su funesta vileza; su obediencia perruna a quienes los han puesto ahí sin otro mérito que la sumisión ciega, necia, para acatar y medrar; su zafia incultura; su pobreza ideológica y su estulticia mental) provocan que sea materialmente imposible trazar el menor paralelismo entre esta constelación de acémilas con grados universitarios y masters comprados a golpe de talonario (las más de las veces de forma fraudulenta) ya no solo con ninguna figura política del pasado (en cuyo caso mirar atrás casi siempre deviene en estúpida e injustificada melancolía) sino con ningún personaje literario, sea de noble estirpe o de segunda división B.

De ahí que, a la hora de calibrar en su justa medida el codornicesco y ridículo discurso de despedida de Nadia Calviño (si la realidad no fuera tan terca y dolorosa como lo es habría sido un celebrado y jocoso motivo para echarnos unas risas, que buena falta nos hacen) y su disparatada alusión a la historia como juez postrero e implacable de nuestras acciones y omisiones, en vez de aludir a la frase final que hace pronunciar Camus a su Calígula, mientras se mira agónico en el espejo de su propia locura, la referencia más acorde al nivel de increíble desfachatez mostrada por la flamante presidenta del Banco Europeo de Inversiones (algo así como si nombrasen a Miguel Zerolo Aguilar secretario general de la UNESCO), a la hora de concluir su deplorable gestión al frente del ministerio de Economía, nos evoca, sin temor a equivocarnos, a la mítica revista musical (inspirada en la comedia cinematográfica de similar título, estrenada en 1978, con dirección de Pedro Lazaga y un reparto encabezado por Paco Martínez Soria) que durante dos años de éxito sin precedentes protagonizó Lina Morgan en su teatro La Latina.

Por si a alguien le quedase alguna duda cito a continuación a la ya ex-ministra:

“Mi gestión con mi melliza, aunque no lo parezcamos, mi hermana, María Jesús Montero, pasará a los libros de Historia”

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