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El callejón
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El guardaespaldas del Káiser

Si atribuyésemos al fútbol un valor muy superior a su importancia real, entraría de lleno en el ámbito propio del interés humano y lo enjuiciaríamos a través de una mirada no solo poliédrica sino también pluridimensional. De ahí que desde esta múltiple perspectiva quepa interpretar tal deporte (transformado hoy en un negocio de proporciones absoluta y absurdamente desmesuradas) bajo parámetros sociopolíticos, étnicos, morales e incluso metafísicos. Pero eso sería caer en una suerte de delirio, entre el fetichismo, la iconoclastia y la estupidez, que terminan siendo como molestas capas de piel muerta de las que nos vamos desprendiendo con la serenidad y sensatez que nos dan los años, así como la certeza de que, en la mayoría de las ocasiones, la sinrazón de nuestras pasiones no deja de tener un epicentro ridículo.

Por eso, a medida que me hago viejo (y descreído) y asumo (no sin dolorosa desazón) que comienzo a ser un espectador de paso en un mundo que cada vez me resulta más incomprensible, intento relativizar la trascendencia de algunos hechos y personajes. Así que, lejos de considerar que el balompié le debe nada a mi muy querido y vituperado Atlético de Madrid (superviviente nato a tantas desgracias, a gestores desaprensivos y al eterno resquemor de su máximo rival y vecino, que ni nos respeta ni nos entiende, ni puñetera falta que nos hace), de la noticia triste del fallecimiento de Franz Beckenbauer (egregio y excelso futbolista con la inteligencia emocional de un avestruz), me quedo, tras un rastreo de páginas y páginas de artículos insulsos y enfáticos (que prueban el pésimo nivel de la prosa que hoy exhibe la muy depauperada prensa española), con la estampa casi simétrica (y opuesta) de quien fuera su sombra en el campo de juego, desde 1968, un armario empotrado con nariz de boxeador, que como el reverso de un naipe ganador ofrecía la versión tosca y roma de la vedette principal, siendo el jugador llamado a cubrirle las espaldas al otro a lo largo de nueve exitosas campañas de esplendor en la hierba.

“Mi trabajo era cubrirlo. No necesitábamos señales. Franz ni siquiera tenía que mirar atrás cuando avanzaba. Sabía que estaría ahí y que lo cubriría”, confesaba el guardaespaldas del Káiser, Georg Schwarzenbeck*. El defensa fuerte y torpe que, en el último segundo de la final de la Copa de Europa, disputada en Bruselas el 17 de mayo de 1974, nos birló el título con un desesperado zapatazo desde treinta metros que contribuyó de una forma que se me antoja decisiva a engrandecer la leyenda del deportista cuya muerte lamenta, en duelo colectivo, una nación que vivió demasiado tiempo dividida.

* Testimonio extraído de Simplemente Beckenbauer, magnífica semblanza firmada por Uli Hesse y publicada por la revista Panenka, en julio de 2018.

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