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El callejón
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El hombre que aleccionaba a los muchachos

Al adulto que ya se ha adentrado en el inquietante territorio de la madurez le quedan pocos asideros a los que aferrarse antes de que sus anhelos o pretensiones de juventud se evaporen como el humo o como las promesas electorales y, en ese sentido, el fútbol (eterno paraíso perdido en la cada vez más difusa patria de la infancia) reviste el carácter de sustitutivo inocuo, de placebo inofensivo, que hace las veces de universo alternativo en el que los sueños de gloria o los éxitos alcanzados de forma vicaria alejan los espectros del fracaso y nos distraen, aunque sea momentáneamente, de una realidad cuando menos indigesta.

Es por ello que la triste noticia del fallecimiento del ex-futbolista Jorge Bernardo Griffa (1935-2024) nos devuelve a ese tiempo sin tiempo de los recuerdos y la simple evocación de su figura de defensa central espigado, contundente y feroz (nada que ver con la elegancia y buenas maneras que mostrase en sus cinco primeras temporadas como profesional en su club de origen, el Club Atlético Newell’s Old Boys, de Rosario, provincia de Santa Fe) nos traslada al Atlético de Madrid de los sesenta en el que el argentino ejerció mando en plaza, con cintura de hierro y botas de acero blindado, en una cobertura legendaria (flanqueado por Rivilla y Calleja en las bandas y acompañado por Alvarito, Callejo o el mismísimo Colo) que proporcionó una Liga, tres Copas del Generalísimo y una Recopa de Europa a las vitrinas rojiblancas.

Con mentalidad más de púgil o gladiador que de pelotero, Griffa se ganó a pulso fama de bronco, de tipo duro, de muralla inexpugnable, de leñero de los que dejan huella en las espinillas rivales y en las de los propios: su combatividad enfermiza, su carácter ganador, su total entrega sin condiciones ni remilgos le generó más de un roce con sus propios compañeros en los entrenamientos (que el bueno de Jorge se tomaba tan en serio como los partidos oficiales) hasta el punto de que en el debut de José Eulogio Gárate (en los antípodas estéticos y modales de su colega), en un amistoso veraniego disputado en Portugal, el aún bisoño delantero llegó a las manos con el argentino, en el descanso y camino de los vestuarios, harto de que en la primera mitad fuera constantemente aleccionado por éste al grito de “hijoputa” (“¡Hijoputa, baja! ¡Hijoputa, corre! ¡Hijoputa, presiona la salida del balón! ¡Hijoputa, muévete, carajo! ¡Hijoputa, despierta!”); a lo que el vasco nacido en Brasil respondió con un abrupto: “¡Hijoputa lo serás tú!”.

Casi una década después de su llegada, Jorge Griffa disputa con el Atlético su último partido en febrero de 1969, frente al Málaga, en una goleada (4-1) en la que incluso anota un tanto. Concluida esa temporada y distinguido un año antes por el Gobierno español con la Medalla de Plata al Mérito Deportivo, ficha por el Real Club Deportivo Español, donde estaría un par de campañas antes de retornar a su país.

Allí compatibiliza el balón con la agricultura y la cría de ganado hasta que un mal día es arrollado por un camión, se fractura la pelvis, debe permanecer en reposo y enyesado durante más de dos meses y dice adiós a la práctica del deporte que consumió todas sus energías (“Me olvidé de vivir”, confiesa en su libro de memorias, en un arrebato que tiene mucho de autocrítica y de fustigación).

Tras entrenar a la primera plantilla de Newell’s, donde se siente superado por las circunstancias, Griffa encuentra su verdadera vocación a raíz de una sugerencia del entonces presidente rosarino: “Che, Jorge, ¿y por qué no te encargás de trabajar con los pibes? Sabés que no hay plata, pero los muchachos lo compensan con su entusiasmo”. Su decisión no sólo puede calificarse de acertada. Es mucho más que eso. El futbolista, todo coraje y corazón, da paso al maestro, al mentor, al sabio y paciente cosechador de talento y, sobre todo, al padre adoptivo que aconseja y evita que muchos jóvenes se equivoquen fatalmente de ruta. Y esta voluntad de servicio es la razón de que, mucho más tarde, en la serena vejez que habría de ser la antesala de su despedida definitiva, en todas las fotos que le tomaron, se dibuje en su rostro arrugado, con el cabello plateado y la frente aún erguida, la satisfacción por el trabajo bien hecho y la felicidad casi absoluta.

Su más ilustre discípulo, Marcelo Bielsa, lo sintetiza con estas palabras que resultan el mejor obituario de alguien a quien los colchoneros veneramos como si se tratase de uno de esos héroes fuertes, feos y formales de John Ford: “Durante 10 años, diariamente esperaba que llegaran las siete de la tarde e iba a la oficina que Jorge tenía en el Parque para escucharlo hablar. Pocas cosas de las que hoy se dicen sobre nuestro deporte no me las contó Griffa, a su manera, hace ya 40 años. Cuando recuerdo su influencia, más que el método o el sistema, aparece su generosa condición de Maestro. Maestro, con mayúscula. Me transmitió su amor incondicional por el fútbol y su decencia, que sobrevivió en un mundo viciado. Y la idea de que la tarea debe ser hecha profesionalmente, aun cuando no se reciba nada a cambio. Es decir, hacer a cambio de nada, solo por el placer de poder ver el resultado del esfuerzo aplicado. Solo para poder medir aquello de lo que somos capaces”.

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