“Un pesimista con tendencia al sarcasmo dijo que en un país democrático gobernado por imbéciles y desaprensivos puede asegurarse que el pueblo está bien representado. Intento no compartir del todo ese dictamen por respeto a mis compatriotas, aunque en el fondo lo considero pavorosamente acertado”
Fernando Savater, Carne gobernada
Uno, que dedicó gran parte de su etapa estudiantil a la lectura y estudio de la prensa contemporánea, siempre creyó que el (interesado y absolutamente desmesurado) prestigio del diario El País obedecía, en primer lugar, más a su condición de publicación de cabecera de la derecha reformista (entre sus fundadores figuran los nombres nada sospechosos de rupturismo, ni cultural ni de ninguna otra especie, de Manuel Fraga y José María de Areilza, y su dirección se confió a un niño mimado del postfranquismo, criado y amamantado en las muy sobajadas ubres del Movimiento) y que, poco después, con el advenimiento del socialfelipismo y la entrada en su accionariado de Jesús de Polanco (uno de esos self-made men auspiciados por el régimen, entre la baraúnda de estraperlistas, aventureros, pícaros, mendaces y granujas que tanto proliferan en los márgenes de cualquier dictadura), pasó a convertirse en el Sanctasanctórum de los periódicos llamados a hacer la crónica del proceso que Francisco Umbral (una de las primeras grandes firmas de las que presumió la cabecera de Miguel Yuste, número 40, y uno de los primeros en ser expulsados de aquel parnaso) bautizó como “Santa Transición”.
Casi medio siglo después de su muy celebrado nacimiento (elevado hoy a la categoría de efeméride por los horteras y los mindundis), El País languidece, como el resto de su hermandad de papel, cual animal casi extinto, y sobrevive gracias al dinero público pero no de sus lectores (esos hace mucho que desertaron de él como quien huye de una relación tóxica, en este caso, con quien ya no distingue la realidad de la voluntad de adulterarla de quien lo financia de forma claramente ignominiosa), sino del de los contribuyentes que, querámoslo o no, tributamos a Hacienda para que refloten a inmensos transatlánticos a la deriva, como es el buque insignia de PRISA, para que se limiten a publicar aquello que este gobierno, infame e indefendible, desea e impone que se publique.
Es por ello que el despido por la puerta de atrás de Fernando Savater, presente en sus páginas desde el primer día de su puesta de largo, deba interpretarse como la última y postrera claudicación de un medio (cuya auténtica valía siempre estuvo varios escalones por debajo de la exagerada fama que esta misma se auto-atribuyó y, si no es así, que alguien me señale cuáles son los grandes trabajos de investigación periodística que el hoy panfleto infumable destapó en sus cuatro largas décadas de historia) y que, ahora más que nunca, podemos (unidos, unidas y unides, todos, todas y todes) identificar con el popular aforismo (mitad envidia, mitad inquina) que tanto estuvo de moda durante su periodo de mayor esplendor editorial (cuando su tirada superaba con creces el millón de ejemplares):
“En España hay dos clases de gilipollas: los que compran El País y los que lo leen”.
GALVA
En mi época universitaria lo leía…
Sobre todo esperando por la Hamburguesa en el Pic-nic de Heraclio. En los 90 lo considerábamos un lujo que darnos de vez en cuando.
El Rastas iba mucho al Pic nic de Ofra.
Luego se volvió digital EL PAÍS. Y de suscripción.
Perruches. Ya no lo leo.
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