Hastío caribeño

El tan esperado reencuentro entre el presidente de EE.UU. y su homólogo cubano, en la reciente cumbre panamericana, ha sido el último capítulo en la ya larga controversia que ambos países vienen protagonizando desde diciembre de 1958, cuando un grupo de jóvenes, en su mayoría universitarios, decidieron poner fin a la decadente oligarquía bananera de Fulgencio Batista.

Aquella versión caribeña del Octubre bolchevique derivó -como era previsible- en una tiranía de corte estalinista, de guajira y guayabera, que muchos incautos abrazaron con la fe cándida con la que los niños de hoy creen en Dora la Exploradora.

Al contrario de sus aún incalculables defensores, apóstoles y federatarios (la estupidez humana es como el cosmos: no se le conocen límites), a mí la suerte de la Revolución cubana me provoca un desinterés casi absoluto, una indiferencia más próxima al bostezo que a la justificada indignación con la que tantos la condenan, la estigmatizan y la califican de engendro monstruoso y maligno.

De no creer profundamente en el hecho de que nacemos libres e iguales y de que nos son consustanciales e inalienables ambos derechos, hace tiempo que habría ignorado el destino que pueda tener la Perla del Caribe y sus habitantes, en cuanto los hermanos Castro abandonen de una puñetera vez este mundo.

Sin embargo, me preocupa la posibilidad (nunca del todo descartable) de que la nociva semilla de la discordia arrastre a ese pueblo a la hecatombe de un enfrentamiento civil. Es de desear que, llegado el momento, impere la cordura y todo transcurra por los derroteros de una transición apacible, serena y aburrida, intensamente aburrida, que desemboque en una verdadera democracia, libre de las garras de los depredadores que tirarían por tierra los escasos aunque innegables logros de la tercera dictadura comunista más longeva del planeta.