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El callejón
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La muerte de un futbolista

Alineación de la S.D. Tenisca, un domingo cualquiera, a principios de los ochenta, en el viejo Bajamar. El recientemente fallecido, Salvador Mesa González, aparece de pie, el tercero por la izquierda [Foto obtenida en el blog sdtenisca.blogspot.com]

Los intrincados designios de la casualidad quisieron que el pasado fin de semana, en el breve intervalo de unas horas, se produjese el fallecimiento de dos profesionales del balompié. Primero, tuvo lugar el trágico infarto de Daniel Jarque, defensa central y capitán del Real Club Deportivo Español, cuya desaparición, a los 26 años de edad, ha provocado una fuerte conmoción en el ámbito futbolístico de nuestro país. Posteriormente, le tocaba tan fatídico turno al ex centrocampista Salvador Mesa González, que dejaba de existir, en el hospital de La Candelaria, en Santa Cruz de Tenerife, a la edad de 54 años, a donde había sido llevado en ambulancia, tras sufrir un desvanecimiento al volante de su taxi, bastante tiempo después de que su menuda pero elegante estampa abandonase para siempre los terrenos de juego.

            No es mi propósito sentarme delante de la pantalla del ordenador y glosar ahora, aunque sea rápida y torpemente, la frustrada y aún prometedora carrera del jugador barcelonés, que se había convertido por méritos propios en referencia ineludible de uno de los equipos e hinchadas más desamparadas, marginales y admirables del fútbol hispano. Hoy mi intención es recordar al otro, de mucha menor relevancia a nivel nacional, pero más familiar para el público de nuestras Islas. Y recordarlo, además, en su dimensión de ídolo local, de mito doméstico, que al canalizar los ensueños infantiles de los aficionados más jóvenes y, por lo tanto, más genuinos encarna en sí mismo la esencia vicarial de cualquier deporte, supone un reconocimiento implícito y valedero para todos los jugadores (famosos o desconocidos, célebres o anónimos) que han desempeñado el oficio de futbolista con integridad y nobleza desde que este fascinante pasatiempo se patentara en Inglaterra en la segunda mitad del siglo XIX.

            Salvador Mesa recaló en la Sociedad Deportiva Tenisca recién empezada la década de los ochenta. Venía avalado por ocho temporadas en el Club Deportivo Tenerife, al que había llegado con apenas diecisiete años procedente del Junonia, el club más emblemático de La Gomera. Sin embargo, a finales de los setenta, no soplaban los mejores vientos para el equipo blanquiazul. Hundidos en la Segunda División B y asfixiados por las penurias económicas, la directiva del Tenerife sufría la humillación de contemplar cómo el Toscal congregaba, en Tercera División, más espectadores en el Heliodoro Rodríguez López que el propio equipo titular del estadio capitalino.

Acompañado de su principal valedor, el inolvidable Olimpio Romero, el jugador natural de Playa Santiago (de ahí que fuera conocido como "El Gomero") aterrizó en La Palma en medio de una enorme expectación. La junta presidida por Agustín de las Casas había redoblado los esfuerzos para consolidar al Tenisca dentro de su categoría y aspirar con sobradas garantías al ascenso. Con ese objetivo fue fichado Salvador Mesa González, que vino junto a otra incorporación de campanillas, el grancanario Carmelín, que había militado en la Unión Deportiva Las Palmas, en Primera División. Estas dos figuras contrastadas se sumaban a una plantilla de estupendos jugadores locales (López, Nené, Santiago, Gilberto, Luis, Ferocha, Jorge, Hormiga, Santana, Felín, Ramos) que, comandados por Blas Ramón Almenara, habían alcanzado la Tercera División Nacional dos años antes.

            Nunca olvidaré el día de la presentación de aquella temporada. Esa misma tarde un grupo de medio centenar de chicos de diferentes edades habíamos estado corriendo como posesos sobre la arena de Bajamar con la esperanza de que nos reclutasen para alguno de los equipos de la cadena de filiales al final del verano. Las gradas, que habían asistido vacías y en espectral silencio a nuestros ejercicios rutinarios, aparecían repletas, tan sólo una hora después, para dar la bienvenida a la primera plantilla. Aquello fue el preámbulo irrepetible del que sería uno de los años más felices de mi infancia.

            Lejos, muy lejos del aparatoso, grandilocuente y huero negocio en que, en la mayoría de los casos, la afición al fútbol se ha transformado hoy, vivíamos entonces la práctica de este deporte como un mero juego, desarrollado con ingenua inquietud en los escenarios más insospechados, mientras la inquebrantable adhesión a unos determinados colores o a una camiseta en particular no se revestía de la absurda trascendencia o de la entrega incondicional con la que actualmente se veneran a los ases del balón. Libres de estar expuestos al permanente bombardeo multimediático con que nos apabullan ahora, segundo a segundo, quienes éramos niños en los ochenta circunscribíamos el ideario de nuestros deseos a un espacio muchísimo más reducido y cercano, en el que los héroes eran igual de extraordinarios y fabulosos pero más accesibles y próximos. Y Salvador, "El Gomero", fue uno de ellos.

            A los que tuvimos la dichosa suerte de verle en acción nos resulta imposible olvidar la luminosa belleza de sus regates, la increíble precisión de sus pases, el firme y contundente toque, la agilidad felina para saltar y esquivar las tarascadas y hachazos de rivales más aguerridos cuya primitiva esgrima era ridiculizada una y otra vez por aquel espadachín de bigote minúsculo y perfilado que recordaba al capitán Blood, en la piel de Errol Flynn.

            En la línea de los mediocampistas ofensivos, de escasa envergadura y gran habilidad, que proliferaron en el fútbol de los setenta e inicios de los ochenta, y en la que sobresalieron tipos como Roberto Rivelino, Osvaldo Ardiles, Alain Giresse, Julio "El Flaco" Cardeñosa, Roberto López Ufarte, Alan Simonsen o Peter Beardsley, Salvador Mesa poseía la milagrosa cualidad de introducir, como por encanto, un gesto, un destello, un apunte, por lo general, veloz e imprevisto, que hacía que un partido mereciese la pena. Son esos momentos, fugaces e irrepetibles, apenas al alcance del verdadero artista, los que acaban apoderándose de la memoria, relegando a un segundo plano todo lo demás, incluso el resultado. Tal vez porque la vida también tiene ese mismo carácter fortuito, episódico, y al final todo se reduce a unos pocos instantes o a uno solo entre dos eternidades de tinieblas, como subraya Vladimir Nabokov.

            Al cierre de esa campaña, el Tenisca no pudo subir y su tercer puesto dejó un sabor un tanto agridulce en los seguidores que nos habíamos (mal)acostumbrado, en el viejo y entrañable Bajamar, a paladear un fútbol ofensivo de varios kilates, gracias, en buena medida, a la exquisita clase que siempre atesoró el mediocentro de Playa Santiago y al ímpetu y capacidad de liderazgo innatas en Blas Ramón Almenara. De los pies de esta pareja, hoy legendaria, salieron un puñado de jugadas inverosímiles y una cantidad ingente de oportunidades y de goles, la mayoría de los cuales llevaron la rúbrica de Ramos, tal vez el delantero más letal e insaciable que haya proporcionado la isla de La Palma. La no consecución del ascenso no nos privó, sin embargo, de la huella indeleble que aquellas maravillosas tardes de domingo nos dejaron en la retina.

            Salvador "El Gomero" no permaneció mucho tiempo en el club tenisquista. Poco después fichó por el Mensajero, en el que militó dos temporadas, donde dejó también su impronta de jugador espléndido y profesional intachable y, a las órdenes del exigente y expeditivo José Ramón Lamelo, disputó frente al Pontevedra la eliminatoria de promoción a Segunda División B. A pesar de no obtener tan preciado premio, los aficionados rojinegros guardan un gratísimo recuerdo de un plantel formidable de futbolistas palmeros y tinerfeños (Álvaro, Falo, Fisco, Chiqui, Ayala).

            En 1984, el centrocampista es reclutado por el técnico argentino Roque Olsen para contribuir al regreso de la Unión Deportiva Las Palmas a la Primera División. Salvador, que contaba ya con treinta años, disputó doce partidos en la máxima categoría del balompié nacional y anotó seis goles con los amarillos. Luego, retornaría al Tenerife, en el que ascendería de Segunda B a Segunda División, en 1987, lo que constituyó el primer hito deportivo en la prolongada y exitosa presidencia de Javier Pérez. Tras un año de pertenencia al equipo chicharrero, iniciaría la recta final de su carrera, que habría de llevarle, en rápido peregrinaje, al Marino, el Puerto Cruz y, por último, ya entrada la década de los noventa, al Realejos.

            Precisamente, en el equipo realejero, fue donde Salvador "El Gomero" tuvo que colgar las botas antes de terminar la temporada, ya que tenía que afrontar su nueva profesión: taxista. A sugerencia de su suegro, también conductor, había invertido en 1984 un millón doscientas mil pesetas en adquirir la licencia número 736 de Santa Cruz de Tenerife y, una vez retirado definitivamente de los campos de césped y tierra, el jugador cambió las sesiones de entrenamiento, las concentraciones, los vuelos, los partidos, las entrevistas y los autógrafos por diez horas diarias de trayectos por calles y carreteras.

            A Salvador Mesa González la muerte vino a buscarle cuando todavía le quedaba por disputar un buen trecho de la segunda parte de su vida. Pero, por muy injusto e inaceptable que nos pueda parecer, su tiempo se había acabado. Veo las últimas fotos que le tomaron en noviembre pasado, con motivo de un reportaje publicado en La Provincia, y lo encuentro irreconocible. El atleta de gesto serio y concentrado, no muy alto aunque esbelto y bien plantado, era ahora un hombre delgado, canento, ojeroso, sin bigote, con el rostro marcado por las arrugas y con una leve sombra de tristeza contenida, acaso de dolor oculto. Quizás la misma tristeza y el mismo dolor que se siente cuando uno se da cuenta de que lo mejor ha pasado y ya sólo queda resistir y esperar. Esperar.

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