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El callejón
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Idus de marzo

“La humanidad se divide, fundamentalmente, en tres clases de individuos: unos pocos, que son los que producen los acontecimientos; un grupo mayor, que se encarga de ejecutarlos y observa cómo se desarrollan; y una amplia mayoría que no sabe nunca lo que sucede en realidad”

Nicholas Murray Butler

Según la leyenda, camino de una de sus rutinarias visitas al senado, un tipo de identidad confusa [algunos historiadores hablan de un augur, Espurina Dog Chow, otros especulan con la hipótesis de que fuera o fuese un agente del CNI o de la TIA, e incluso ciertos cronistas aseveran que el filósofo Artemidoro de Cnido le entregó una carta manuscrita en la que le advertía de su funesto destino] se acercó a Cayo Julio César y le advirtió en voz muy baja, casi un susurro, que se guardase de los Idus de marzo, luego le pidió un par de sestercios para coger el tranvía que le llevase a Tacum y se esfumó en medio de un enjambre de moscas y de periodistas de la cadena SER [que para El Caso vienen a ser lo mismo].

De todos, todas y todes es sabido que el mítico general, cuya biografía no oficial salpimienta de momentos memorables los mejores álbumes de Uderzo y Goscinny [verdaderas piezas maestras de la literatura francesa del pesado siglo], hizo caso omiso de tales advertencias [hasta su mujer, Calpurnia, le recomendó que no se dejase ver por allí, ya que había tenido unos espeluznantes sueños premonitorios] y falleció de múltiples cuchilladas, mientras caía, cual muñeco desarticulado, a los pies de la estatua de quien había sido su otrora máximo rival, Pompeyo, célebre marino, devoto de las espinacas y amante de Olivia de Havilland.

Muchos siglos después de este magnicidio, que ha inspirado a poetas, músicos, escritores y vendedores de enciclopedias, José María Aznar López, a la sazón presidente del gobierno de Hispania, ignoró los temibles indicios que apuntaban que sobre nuestro malhadado país se cernía la guadaña en forma de media luna: más concretamente, hablamos de los cinco atentados con bomba, perpetrados en diferentes puntos del barrio de Anfa, en el corazón de la ciudad de Casablanca, en la noche del 16 de mayo de 2003, en los que fallecieron cuarenta y cinco personas, entre ellas doce de los catorce terroristas que provocaron las explosiones, siendo la más mortífera la que se produjo en el restaurante del centro cultural Casa de España, en la que fueron asesinadas veintitrés personas, tres de ellas de nacionalidad española. El otro incidente, nunca aclarado del todo, tuvo lugar diez días después, el 26 de mayo, cuando un avión [un Yakolev Yak-42D, fabricado en el año 1988, con matrícula UR-42352 y con 18.739 horas de vuelo, alquilado para el transporte de tropas a las fuerzas aéreas de la antigua Unión Soviética y en pésimas condiciones técnicas] se estrelló en el monte Pilav, cerca del Aeropuerto de Trebisonda, Turquía, con 75 personas a bordo, de las cuales 62 eran militares españoles que retornaban después de cuatro meses y medio de misión en Afganistán y Kirguistán; todos ellos perecieron, junto a doce tripulantes ucranianos y un pasajero bielorruso. La identificación y posterior traslado de los cadáveres resultó tan infame e incompetente [en las bolsas mortuorias se mezclaron los restos como si se tratase de casquería procedente de un matadero] que es de desear que, en el más allá, los desdichados ocupantes de la aeronave siniestrada, cuyo fuselaje era un conglomerado de parches y remiendos, esperen al entonces ministro de Defensa, Federico Trillo, para recibir las debidas explicaciones. Aunque, conociendo al personaje, seguramente termine confundiéndose de puerta y aguarde, en el purgatorio, en la sala asignada a los hondureños ilustres.

A pesar de la gravedad de tales hechos, que en Moncloa jamás fueron percibidos con el inquietante halo de un serio aviso o la obvia evidencia de una amenaza sin ambages, ni los cuerpos y fuerzas de seguridad del estado, ni sus servicios de inteligencia, ni los servicios secretos de los países que eran considerados aliados en aquel momento [léase EEUU, Gran Bretaña, Francia, Israel o Marruecos] tenían la más remota idea de lo que iba a ocurrir la mañana del 11 de marzo de 2004, tres días antes de la celebración de las séptimas elecciones generales de la democracia. Aunque hay sobradas sospechas y alguna que otra prueba irrefutable de que tanto norteamericanos como marroquíes sabían con sobrada antelación lo que iba a pasar, cómo iba a pasar, cuándo iba a pasar y, aproximadamente, cuál sería el coste humano de todo ello y quiénes tendrían que asumir la ejecución de la masacre.

Transcurridas dos décadas de la segunda mayor matanza terrorista cometida en el continente europeo desde la segunda guerra mundial [en la que todos los implicados causaron la más monstruosa devastación sobre indefensa población civil], podemos asegurar sin temor a equivocarnos que, ahora que la exigencia de responsabilidad criminal por semejante atrocidad va a expirar [dado que el tribunal que dictó sentencia no pudo, no supo o no quiso señalar el tipo de explosivo qué estalló en los cuatro trenes, fue incapaz de identificar a los autores intelectuales y se negó a tipificar lo acaecido de crímenes contra la humanidad], los auténticos culpables nunca serán descubiertos y los tres únicos condenados seguirán penando [miles de años de presidio] por cuenta ajena.

Todo lo demás, lo que ha sido aceptado como la versión oficial, no deja de ser un siniestro relato, repleto de falsedades, de mendacidad e ignominia, solo satisfactorio para los canallas y miserables que sacaron rédito económico, profesional y político de los ciento noventa y tres muertos [si incluimos al GEO, Francisco Javier Torronteras, que perdió la vida en la explosión del piso de Leganés donde presuntamente se inmolaron siete yihadistas la tarde del 4 de abril de 2004] y de los casi dos mil heridos, y para aquellos, aquellas y aquelles que prefieren mirar para otro lado y rumiar como verdad lo que no es sino una perversa sucesión de mentiras.

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