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El callejón
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Romero

“El padre Antonio y el monaguillo Andrés” es una canción de Rubén Blades, compuesta en 1983 como homenaje al arzobispo Óscar Arnulfo Romero, asesinado por fuerzas paramilitares en El Salvador, mientras oficiaba misa.

Al amigo y hermano Ruyman Afonso Higuera, por su cumpleaños

El tráfago de noticias relacionadas con la consulta electoral celebrada en toda España este fin de semana no ha podido sepultar el hecho de que, a varios miles de kilómetros de distancia del Viejo Continente, la alta jerarquía de la iglesia católica (Papa Francisco mediante) reparaba (aunque fuese a título póstumo) la deuda pendiente contraída con aquel sector de su apostolado que sufrió, en la década de los setenta y ochenta y en América Latina, el doble escarnio de la persecución criminal perpetrada (con toda impunidad) por las fuerzas de ultraderecha y el vergonzoso abandono del Vaticano.

La multitudinaria y emocionante beatificación del arzobispo de San Salvador, Óscar Arnulfo Romero, acribillado a balazos mientras oficiaba misa en la capilla de un hospital para enfermos de cáncer, al norte de la capital, la infame mañana del 24 de marzo de 1980, viene a ser un reconocimiento oficial (y con la cabeza ligeramente flexionada sobre el pecho) de la ingrata labor de evangelización que tantos y tantos religiosos, religiosas y seglares, desarrollan (en muchas ocasiones, en la más absoluta soledad) entre la cruel y salvaje jungla de la Humanidad, mientras muchos de sus colegas (y un número indefinido de sus superiores) deshonran el hábito que no merecen llevar y manchan de abyección y vergüenza el cristianismo cuyos principios presumen de cumplir y divulgar.

A mí, la terrible muerte de monseñor Romero me cogió en el interior del Toyota Corolla de mi padre, aparcado junto a la iglesia de la Virgen de La Luz, en Santa Cruz de La Palma, a la salida de una visita dominical a mis abuelos paternos. Aquello me pareció un sobresalto atroz en medio de una época saturada de sucesos atroces (los atentados diarios de ETA, el ametrallamiento de Sadat en plena parada militar, el asesinato de John Lennon…) y no entendía nada. Absolutamente nada. ¿A cuenta de qué cargarse a un cura? ¿Qué habrá hecho ese buen hombre para encima acabar con él cuando estaba en la eucaristía? Me resultaba el peor crimen posible, ya que no se trataba tan sólo de matar a un hombre sino de atentar gravemente contra el Dios a quien se supone que éste representa.

Aquel espanto, como los retazos de una pesadilla, se fue disipando con el tiempo, arrollado por el vértigo de la vida que jamás se detiene. Hasta que una noche, hace unos veinticuatro años, mi hermano Miguel Ángel (que siempre ha tenido un excelente gusto musical) me insistió para que escuchase una canción de su gran ídolo, un artista panameño del que servidor apenas había oído una nota con anterioridad.

En los altavoces de su equipo empezó a sonar El padre Antonio y casi enseguida me convertí en un nuevo feligrés de Rubén Blades (que pasó a ser uno de mis referentes literarios, musicales y éticos), al mismo tiempo que entendí que quien había muerto una década antes en San Salvador no había sido el mártir sino sus verdugos.

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