A Angelito Correa, ángel rojiblanco con el corazón remendado
Hacía mucho tiempo que su refinada estampa de dandy con melena y cigarrillo en la comisura de los labios había sido reemplazada por la de un sereno augusto de la Roma clásica, sentado en cualquier mesa donde quisieran aceptarle y, sobre todo, escuchar sus anécdotas y sentencias de ‘tata’ viejo.
A Menotti se le perdona todo, incluso su menottismo (él denostaba semejante término: alfa y alfalfa de la que han comido y comen tantos majaderos a su costa), y los que crecimos casi en simultáneo a su ascenso y posterior, aunque discreta y elegante (como casi todo cuanto obraba o decía) caída, siempre lo sentimos como alguien próximo, tal vez distante y encantado de haberse conocido (esa especie de egopatía tan, tan argentina), pero a quien se le tenía en cuenta, porque debajo de toda aquella apariencia (a media cuadra de Bogart y a otra de Bruce Dern) sabíamos que, en realidad, el tipo no solo exhibía que sabía, sino que sabía que sabía y ahí no engañaba a nadie: solo a los tontos e ignorantes, dispuestos a venerar al primer charlatán capaz de hilar varias oraciones compuestas sin darle una patada al diccionario.
Si uno analiza bien su trayectoria como profesional del fútbol (mezcla de deporte y negocio bajo la eterna sospecha), no tarda en asumir que, como precursor o adelantado a su tiempo, El Flaco (que pasó del césped al banquillo en cuestión de meses) apareció en el momento justo y en el escenario adecuado: lastrado por la continua exportación de sus mejores futbolistas y por la continua frustración de no plasmar todo ese caudal de talento en un combinado nacional competitivo y vistoso, el balompié argentino (que en secreto envidiaba el éxito legendario de su rival rioplatense a pesar de su menor significancia geográfica y geopolítica) se hallaba inmerso en una crisis de identidad que amenazaba con cronificarse y era el inequívoco reflejo de la desastrosa situación que vivía el país a otros niveles de superior relevancia.
En 1974, la AFA lo eligió como máximo responsable técnico de la selección, después de que Menotti demostrase en Huracán que se podía lograr el éxito sin renunciar a ciertos principios estéticos: buen trato con el balón, búsqueda del juego combinativo, aprovechamiento asimétrico del espacio (reducción a la hora de defender, para coger al contrario en offside, y ampliación en el ataque gracias al uso de extremos habilidosos y con mucha verticalidad) y generoso margen de maniobra para el protagonismo del futbolista, para que no se perciba como pieza de un engranaje sino como actor que desarrolla un rol propio, sin automatismos ni ataduras.
Dos años después de su designación, el enésimo golpe de estado pone al frente de una de las naciones más prósperas del mundo a la Junta Militar. Punto y aparte. Comienza una etapa repleta de túneles (metáfora que le cogemos prestada a Sabato) y zonas de sombra que no concluye hasta la bochornosa retirada de Las Malvinas. La dictadura perece entre la humillación, reproches y gravísimas acusaciones de crímenes de lesa humanidad. Aunque en el ínterin se disputa la undécima edición del campeonato mundial de fútbol, bajo los auspicios de la FIFA, que es una monstruosa organización económica que siempre ha manifestado la más completa indiferencia por el sufrimiento ajeno y, por contra, una pulsión casi enfermiza por el enriquecimiento propio.
Aquella cita mundialista será recordada por muchas cosas aunque casi ninguna digna de ser hoy rememorada: es lo que tiene celebrar una competición deportiva del máximo nivel en el mismo lugar en el que no existe el estado de derecho, la omnipresencia policial retrotraía a Berlín, en el verano de 1936, y repartidos por todo el país había siniestros centros de detención ilegal en cuyos calabozos, a diario, cientos de personas (inclusive mujeres embarazadas) eran sometidas a torturas y tratos de lo más degradante que se haya conocido en el llamado Cono Sur del planeta de los simios.
De los veintidós elegidos por Menotti para enfundarse la albiceleste solo uno había estado a sus órdenes directas cinco años antes en Huracán, un extremo imprevisible y genial que había recalado en el futuro campeón del torneo Metropolitano sin haber disputado ni un minuto en la primera división. René Orlando Houseman venía del club de su barrio, Defensores de Belgrano, uno de esos enjambres de viviendas de rentas bajas y demasiada pobreza que proliferaban en el extrarradio de Buenos Aires. De reacciones imprevisibles y leal a sus modestos orígenes familiares, en su vida adulta Houseman apenas salió del entorno donde transcurrió su infancia. En Bajo Belgrano, asistió a la escuela primaria, desempeñó sus primeros trabajos (llegó a laburar en una carnicería), conoció a su esposa y formó su propia familia. De pibe ya lo bautizaron como ‘El Loco’, dado que era tan excéntrico dentro como fuera del terreno de juego, donde se sentía como pez en el agua; por cierto, un pez nervioso, escurridizo, inalcanzable.
“Era impresionante. Un futbolista que nacía de la nada. Nunca razonó, era todo fruto de inspiración. Elegía sin ninguna ayuda lo mejor para todos. Para él, para el equipo, para la belleza, para la eficacia”, explicaba Menotti, quien, en su segunda temporada al frente de Huracán, en víspera de un encuentro de Liga y a la vista de que Houseman no aparecía por el hotel de concentración, decidió ir a buscarlo, junto a Poncini, su segundo. Lo encontró donde esperaba: en una cancha al aire libre, prácticamente un descampado, en el corazón de Belgrano. Aunque El Loco no estaba jugando. Vegetaba en uno de los banquillos y allá que se acercó El Flaco.
-René, ¿qué hace acá, viejo? -le espetó su entrenador.
-¿Qué hago acá? -le contestó Houseman-. Fíjese en el titular, es un fenómeno.
Cinco años después, en el minuto 27 de la segunda parte de la final de la Copa del Mundo, frente a Holanda, César Luis Menotti daba las últimas indicaciones a este mismo hombre, poco antes de que saltara al césped del Monumental de River Plate, para sustituir al delantero Óscar Ortiz.