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El callejón
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Margot, frente a la ventana

Sol de la mañana

La mujer que pintó el lienzo cuya reproducción he traído a esta página falleció la mañana del pasado martes, acostada sobre una camilla, estacionada en un cubículo diminuto (que es casi como un nicho aunque no tan estrecho y angosto) en una de esas salas de urgencias que han terminado por transformarse en los últimos cuatro años (fatídicos, devastadores, irrecuperables) en auténticos morideros. Los que en esta vida (la única, la verdadera) tuvimos la buena fortuna de cruzarnos, aunque sea fugazmente (afirma Nabokov que la existencia es un relámpago entre dos eternidades de oscuridad), con Margot López Robles preferimos obviar el inmerecido y cruel desenlace que le deparó el destino (esa fiera que se revuelve feroz y a ciegas) y optamos por recordarla como la dama elegante (que no distante) y distinguida que siempre supo ser feliz y afectuosa con los suyos sin dejar de llevar una vida autónoma y fecunda en aficiones y amistades. Su dedicación casi reverencial a la pintura nos mostró a una artista modesta y con una sensibilidad exquisita, que reinterpretaba con sello propio la obra de aquellos maestros que le despertaban interés.

Su versión de Sol de la mañana, de Edward Hopper, fue la maravillosa manera que tuvo de agradecer mi contribución al poemario Distancias, medidas y cantidades, que entre un grupo de amigos y colegas incondicionales le editamos a su hijo Carlos Castro, quien heredó de su madre un talento innegable para recrear la realidad con la rica paleta cromática de las palabras.

Ojalá, querida Margot, en esas postreras horas, transcurridas en la siniestra soledad de los hospitales, hayas estado asomada a una ventana por la que, como una brisa cálida y cariñosa, hayas sentido la caricia de una eternidad llena de luz.

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