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El callejón
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De ruinas, ruines y ruindades varias

Me encontré con un viajero de un país antiguo

que dijo: Dos enormes piedras, sin cuerpo,

están en pie en el desierto. Junto a ellas, en la arena,

medio enterrada, una faz rota yace, cuyo entrecejo,

y labio arrugado, y sonrisa de gélido poder,

muestran que el escultor supo leer bien aquellas pasiones

que aún sobreviven, grabadas en aquellos restos sin vida,

la mano que los humillaba y el corazón que alimentaba.

Y sobre el pedestal, estas palabras aparecían:

"¡Mi nombre es Ozymandias, rey de reyes,

mirad mis obras, vosotros poderosos, y desesperad!".

No queda nada más. Alrededor las ruinas

de aquel naufragio colosal, infinito y desnudo,

una llanura de arenas solitarias se extiende a lo lejos.

Percy Bysshe Shelley (1792-1822), Ozymandias

 

En pleno desierto sirio se alza lo que queda de la antigua ciudad de Palmira, bajo dominio del imperio romano durante siete siglos hasta que fue tomada por los musulmanes a mediados del primer milenio y así continúa hoy, en que una terrible contienda civil, que es una feroz confusión de facciones a cual peor, amenaza constantemente con arruinar, de forma definitiva, las hermosas ruinas de lo que un día fue una próspera metrópoli, favorecida por su privilegiada situación geográfica dentro de la ruta de la seda.

La guerra en Siria, que ya ha cumplido cuatro largos y penosos años, ha supuesto, por el momento, la muerte de más de doscientas mil personas y el éxodo forzoso de cerca de doce millones de refugiados, de los cuales casi un tercio han buscado asilo en los países limítrofes (Líbano, Jordania, Turquía, Irak y Egipto). Según el Alto Comisionado de ACNUR (la Agencia de Naciones Unidas creada en 1951 para prestar ayuda a toda famélica legión de desventurados), António Guterres, la situación de esta ingente multitud "es la peor crisis humana de nuestra era, aunque la ayuda es más bien escasa: a finales del año pasado, apenas se había recaudado el cincuenta y cuatro por ciento de los fondos necesarios".

En su desesperación por dejar atrás el escenario de una pesadilla de muerte y destrucción, auspiciada -no olvidemos- por unos y por otros, con el beneplácito de EE.UU., Rusia y China, que prefieren respaldar a un tirano repugnante como El Asad a servir en bandeja los pozos petrolíferos a los temibles energúmenos del Estado Islámico, una parte de la población siria ha optado incluso por lanzarse al mar y tratar de llegar a las costas del Mediterráneo. Se estima que son ya unos siete mil los seres humanos que han perecido en esta siniestra travesía a ninguna parte, a la que nadie con un mínimo de decencia, desde los órganos superiores de la Unión Europea, parece querer poner fin.

Sin embargo, da la impresión de que los últimos esfuerzos por parte de la más alta diplomacia internacional van más encaminados a paliar la ruina económica de los griegos (inquietantes vecinos del atribulado pueblo sirio) o a complacer las ambiciones atómicas del régimen iraní (tradicional aliado de Damasco) que a solucionar un conflicto bélico que amenaza con enquistarse en el tiempo, con el consiguiente e irreversible perjuicio para la población civil de un país cuyas ruinas, si nadie lo remedia, más pronto que tarde, rivalizarán en desolación y espectacularidad con las de su remoto pasado.

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