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El callejón
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Reencuentro

A mi tío Fisco, con cariño, siempre

Ocurre cada cinco años pero la aparición de la imagen, protegida en el interior de una espectacular hornacina y ataviada con un vestido de urdimbre exquisita y compacta, desprende siempre una fuerza conmovedora, una energía que lleva consigo la magia y la fascinación de toda epifanía. La multitud, que es una gigantesca y variopinta marea humana, se repliega en pacíficas hondas, a un lado y a otro, para permitir el mínimo pasillo por el que pueda transitar la solemne comitiva, que avanza firme, decidida, hacia el consabido destino.

Además, hoy luce un cielo limpio, luminoso, con un sol de verano que es como un viejo camarada de la infancia que vuelve para recordarnos que un día, no hace tanto, fuimos felices, despreocupados, y asistíamos medio atónitos y perplejos al mismo rito que ni antes ni ahora alcanzamos a comprender.

Esta vez ya no llevo a mi sobrina Daniela en brazos, ya que tiene siete años y dos meses de madura niñez y, aunque sus ojos siguen siendo dos luminarias verdes, ahora es ella misma quien se pelea a diario con sus graciosos bucles para domesticar su hermosa cabellera de muñeca rubia. Ahora, para descubrir al niño que ya no soy, tengo que buscar a la hermana, a Cecilia, que es una golosina vivaracha, de rizos negros y sonrisa traviesa, y en ella es en quien fijo la mirada y me pregunto qué le estará pasando por la mente en estos momentos, en los que, ante sus ojos, la realidad es una confusión de cabezas que miran en una sola dirección. Y ella permanece atenta y con la vista fija en la Virgen que aún se atisba a lo lejos y que se acerca y que ella, de repente, señala con su mano de ser angelical y su índice diminuto: "¡La iji… Eve! ¡La iji… Eve!", atina apenas a pronunciar, mientras su dulce rostro de criatura esboza una sonrisa que salva al mundo y nos redime de nuestra propia condena.

Entonces, por un instante, me olvido del boato, del lujo, de la intransigencia, de la hipocresía y de la vanidad de vanidades que, muchas veces, envuelve al misterio profundo de la fe, y me siento un poco perdido en medio de tanta falsa apariencia y me dan ganas de salir huyendo, de perderme entre la muchedumbre, como le sucede al matrimonio infeliz de turistas, en la escena final de Te querré siempre (Viaggio in Italia), cuando un río de gente que baja en procesión los separa hasta que se convierten en dos náufragos a la deriva. E, igual que ellos, no me importaría desaparecer en el barullo del anonimato para regresar después y entregarme al abrazo con la verdad, pura y diáfana, transparente, libre de incertidumbres y de sufrimiento. Como ese hombre y esa mujer que descubren, en la película de Rossellini, que no pueden renunciar al amor que sienten el uno por el otro. De igual forma que el ser humano no puede darle la espalda a Dios o a su sombra sin padecer el eterno cosquilleo de la duda.

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