El diputado sólo tiene que votar y no traicionar a su partido. Tiene que comparecer cuando lo convoque el presidente de la cámara y hacer lo que disponga el Gabinete o el jefe de la oposición, según el caso. Si hay un líder fuerte, la fuerza del partido fuera del Parlamento, en el país, no tiene carácter propio y está totalmente en las manos del líder. Por encima del Parlamento está, por tanto, el dictador plebiscitario de hecho, quien arrastra tras sí a las masas por medio de la «máquina» y para quien los diputados parlamentarios son sólo prebendados políticos que forman parte de su séquito. ¿Cómo tiene lugar la selección de estos líderes? y, en primer lugar, ¿atendiendo a qué capacidades? Además de las cualidades de la voluntad, decisivas en todas las partes del mundo, lo determinante sobre todo es naturalmente el poder del discurso demagógico. El estilo del discurso demagógico ha cambiado desde los tiempos en que se dirigía a la inteligencia, como con Cobden, o en los tiempos de Gladstone, que era un especialista en la aparente sobriedad del «dejar que los hechos hablen por sí mismos», hasta el presente, en el que se utilizan medios puramente emocionales para movilizar a las masas, como los que utiliza el ejército de salvación. La situación actual se podría calificar de «dictadura basada en la utilización de la emotividad de las masas».
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Aquellos que, por su situación patrimonial, se vean obligados a vivir «de» la política siempre podrán considerar la alternativa del periodismo o de funcionario de partido como los caminos directos típicos o algún puesto en alguna organización de representación de intereses -en un sindicato, en una cámara de comercio, en una cámara agraria, en una cámara de artesanos o de trabajo, o en una asociación patronal, etc… – o algún puesto apropiado en alguna administración municipal. Sobre la dimensión exterior del periodista y del funcionario de partido sólo se puede decir que ambos comparten el odio del «estar desclasados». Lamentablemente siempre resonará en nuestros oídos, aunque no se diga, lo de «escritor a sueldo» y lo de «orador a sueldo». Quien se encuentre interiormente indefenso y no pueda darse a sí mismo la respuesta correcta, que se mantenga alejado de esta carrera, que es, en todo caso, un camino que puede traer, junto a fuertes tentaciones, continuas decepciones.
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Lo que determina la singularidad de todos los problemas éticos de la política es el medio específico de la violencia legítima como tal en manos de las comunidades humanas. Quien pacte con este medio para los fines que sea -y todo político lo hace-, se entrega a sus consecuencias específicas. Se entrega en un grado especialmente elevado quien lucha por su fe, tanto el luchador religioso como el revolucionario. Tomemos tranquilamente la actualidad como ejemplo. Quien quiera edificar la justicia absoluta en la tierra utilizando la violencia necesitará para ello seguidores, el «aparato» humano. A éstos tendrá que ponerles a la vista las recompensas interiores y externas necesarias: una recompensa celestial o terrenal; si no, no funciona. Recompensas interiores en la lucha de clases moderna son: satisfacer el odio y el deseo de venganza, satisfacer el resentimiento y la necesidad de tener razón desde el punto de vista pseudo-ético, es decir, satisfacer la necesidad de calumniar y difamar al enemigo. Recompensas externas son: aventuras, triunfos, botín, poder y prebendas. El líder depende por completo para su éxito del funcionamiento de este su aparato; por ello depende también de las motivaciones del aparato, no de las suyas propias. De ahí se deriva, por tanto, el que les dé permanentemente aquellas recompensas a los seguidores que él necesita -la guardia roja, los confidentes, los agitadores-. Lo que él pueda conseguir realmente bajo estas condiciones en que se desarrolla su actividad no está, por ello, en sus propias manos sino que le viene prescrito con carácter previo por los motivos -predominantemente indecentes desde el punto de vista moral-, de sus seguidores, los cuales sólo pueden ser mantenidos a raya en la medida en que una parte de estos, al menos, esté alentada por una sincera fe en su persona y en su causa (en este mundo nunca lo estará una mayoría). Pero esta fe, aun siendo sincera subjetivamente, no es, en realidad, en la mayoría de los casos la única «legitimación» ética del ansia de venganza, de poder, de botín y de prebendas, sino que lo es sobre todo el hecho de que tras la revolución emocional llega la vida cotidiana tradicional y la desaparición del héroe de la fe o de la fe misma o -lo que es aun más efectivo- la conversión de ésta en un elemento integrante de la fraseología convencional de los técnicos y mediocres de la política. No nos engañemos en este punto, pues la interpretación materialista de la historia no es un carruaje al que se pueda subir cuando se quiera y ¡no se detiene tampoco ante los protagonistas de la revolución! Esta transformación se realiza de forma especialmente rápida en las luchas religiosas, pues suelen estar dirigidas o inspiradas por auténticos líderes, por los profetas de la revolución y aquí, como en cualquier aparato con líder, una de las condiciones del éxito es el vaciamiento y la cosificación, la proletarización espiritual en beneficio de la «disciplina». Los seguidores de un luchador religioso que llegan a ser gobernantes suelen degenerar con especial facilidad en un grupo completamente ordinario de prebendados. Quien quiera hacer política en general, y quien quiera ejercerla sobre todo como profesión, tiene que ser consciente de estas paradojas éticas y de que es responsable de lo que él mismo pueda llegar a ser bajo la presión de éstas. Repito que tendrá que comprometerse con los poderes diabólicos que acechan en toda acción violenta. Los grandes virtuosos de la bondad y del amor universal al prójimo, procedan de Nazaret o de Asís o de los palacios reales hindúes, no han operado con el medio político de la violencia; su reino «no era de este mundo» y, sin embargo, tuvieron influencia y la tienen en este mundo, y los personajes de Platon Karataev [de Guerra y paz] y los santos dostoievskianos siguen siendo sus más fieles reproducciones. Quien busque la salvación de su alma y la salvación de otras almas, que no la busque por el camino de la política, que tiene otras tareas muy distintas, unas tareas que sólo se pueden cumplir con la violencia. El genio, o el demonio, de la política vive en tal tensión interna con el dios del amor, también con el dios cristiano en su manifestación eclesiástica, que puede explotar en cada momento en un conflicto irresoluble.
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Sería muy hermoso que las cosas fueran entonces de tal manera que tuviera vigencia el soneto 102 de Shakespeare:
Entonces era primavera y tierno nuestro amor
Entonces la saludaba cada día con mi canto
Como canta el ruiseñor en la alborada del estío
y apaga sus trinos cuando va entrando el día
Pero las cosas no son así. Lo que tenemos ante nosotros no es la alborada del estío sino una noche polar de una dureza y una oscuridad glacial, triunfe ahora el grupo que triunfe, pues, donde no hay nada, no es sólo el emperador quien ha perdido sus derechos sino también el proletario. Si llegara a disiparse lentamente esta noche, ¿quién vivirá de aquellos cuya primavera brilla ahora aparentemente con tanta exuberancia? ¿Y qué habrá sido interiormente de todos ustedes? ¿Amargura y mezquindad, indolente aceptación del mundo y de la profesión o una tercera vía, y no la más rara, la huida mística del mundo en aquellos que tengan dotes para ello o que se sientan obligados a seguirla como una moda, lo que es frecuente y peor? En cualquiera de estos casos yo sacaría la conclusión de que no habían estado a la altura de su propio hacer, de que no habían estado a la altura del mundo, tal como realmente es, ni a su vida cotidiana: yo sacaría la conclusión de que no habían tenido real y objetivamente vocación para la política en su sentido más profundo que ustedes creían tener. Habrían hecho mejor ustedes en cultivar lisa y llanamente la fraternidad entre los seres humanos y en dedicarse, por lo demás, con espíritu neutral a su trabajo cotidiano.
Max Weber, La política como profesión (1920)