Hace tres años, coincidiendo con mi medio siglo de vida, decidí romper con el alejamiento voluntario de las salas de cine, que se había prolongado durante dieciocho largos meses, y lo hice asistiendo al estreno de Tiempo, una inquietante fábula de ficción científica con la que Manoj Night Shyamalan conectaba el cómic original, Castillo de arena (una joya en blanco y negro de poco más de cien páginas donde sus autores, Pierre Oscar Levy y Frederik Peeters, especulan con nuestra impotencia para disfrutar de una existencia siempre efímera), con la idea de que toda realidad cotidiana es una pantalla frágil, a punto de romperse y fragmentarse en mil pedazos con el filo cortante de las más atroces pesadillas, y todo ello aderezado, sin el menor rubor, con la fragancia inconfundible de las películas de serie B de los sesenta (que explotaban de mil maneras diferentes la veta del miedo colectivo a la guerra nuclear) y de los mejores episodios de The Twilight Zone, que es algo así como las fuentes del Nilo de la que siguen bebiendo tantos escritores, dibujantes y cineastas. Además, en Tiempo, Shyamalan, que no ha perdido su peculiar sentido del humor, consistente en carecer por completo de temor al ridículo (algo en lo que tendrá mucho que ver su procedencia hindú), se las ingenió para lanzar un dardo envenenado a la industria farmacéutica, a quien intuía siniestra demiurga del desastre sanitario del COVID-19.
En 2023, fiel a su ritmo de trabajo de veinticuatro meses, el director norteamericano estrenó la intensa, claustrofóbica y, en muchos aspectos, excelente Llaman a la puerta, adaptación en este caso de una novela, La cabaña del fin del mundo, de Paul Tremblay, que proporciona una lectura tan hipnótica como escalofriante, mientras uno se ve literalmente arrastrado hacia un desenlace no por previsible menos aterrador. Probablemente, el escritor de Colorado sea el único aspirante digno de suceder en el trono a su maestro y mentor, Stephen King.
Apenas transcurrido un año de este último film, Shyamalan acaba de estrenar La trampa, thriller que parte de la premisa hitchcockiana de qué ocurriría si un concierto multitudinario de una adorada estrella del público adolescente fuese, en el fondo, un extenso e infalible dispositivo policial para detener a un peligroso psicópata cuya compleja personalidad se desdobla en un modélico padre de familia y un minucioso descuartizador de sus víctimas.
Por desgracia, para los que venimos admirando su talento desde que sorprendiese a todo el mundo con su tercer largometraje, El sexto sentido, en su última propuesta no funciona casi nada. Si exceptuamos el primer acto y el brillante trabajo de su principal protagonista, un Josh Hartnett casi sublime (contenido cuando debe estarlo, tenso y cerca de estallar en los instantes más dramáticos, conmovedor en sus embustes y paternal en la dosis adecuada), la película se va desinflando de forma irremediable como los globos de helio en la tramoya de un cumpleaños celebrado al aire libre en Los Baldíos. Da la sensación de que Shyamalan, que vuelve aquí a su doble cometido de director y guionista, no sabe qué hacer con el personaje (perfectamente construido y encarnado en estado de gracia) una vez este emprende su peculiar e inverosímil huida hacia ninguna parte. A partir de un determinado momento (el espectador avispado lo identificará de inmediato), la narración se convierte en una inocua persecución de los ratones que buscan ponerle el cascabel al gato, trufada de giros inesperados y sorpresas argumentales que hacen que parezca que, en lugar de una cinta para adultos, estemos asistiendo a un escape room para fans de Taylor Swift o Miley Cyrus, mezclado con un show televisivo del mago David Copperfield.
Lo que podría haber sido un insoportable viaje al horror (y el candor) que habita la mente llena de fantasmas y compartimentos cerrados de un monstruo termina descarrilando con estrépito en una intriga sin suspense que parece buscar la aprobación de todos los públicos y en la que no asistimos a ninguna escena de auténtica y genuina tensión emocional y, cuando esta parece que por fin aparece, el clímax se resuelve con una violencia grotesca y anticatártica: como si a Brian de Palma (al que muchos se empeñan en citar a la hora de enjuiciar La trampa) le hubiese dado por rodar dicha secuencia imitando a Blake Edwards.
Por otra parte, de manera intencionada o no, este film, que decepciona y desconcierta a partes iguales, cae de lleno en esa tela de araña que todo lo impregna de la corrección política: el malvado es el típico cuarentón, de raza blanca, bombero y propietario de múltiples viviendas (si bien la mayoría de ellas son la tapadera perfecta para instalar sus salas de tortura); de usos y costumbres domésticas más bien conservadoras; que subestima la sagacidad de su esposa y que trata con paternalismo hetero-patriarcal a sus dos hijos. En frente, hayamos a la sagaz y venerable doctora Josephine Grant, una octogenaria agente del FBI (ríete tú del sistema de pensiones en EEUU, Escrivá, qué va) experta en atrapar ¿en serio? a asesinos en serie y que es interpretada por una irreconocible Hayley Mills (sí, sí, la niña repipi de Tú Boston y yo a California y etcétera, etcétera) que no deja de recordarnos a Nancy Pelosi (la ex-presidenta de la Cámara de Representantes, no la muñeca de Famosa, famosa por ser uno de los baluartes contra Trump más recios y contundentes).
Por cierto, animo a todos los simpatizantes con la causa del independentismo catalán que vayan a ver esta película. Descubrirán que su líder no es el único artista a la hora de eludir las garras de una justicia malévola y reaccionaria y que, comparados con los miembros y miembras del FBI que aquí aparecen, los Mossos d’Esquadra no resultan tan gilipollas.