Quienes afrontamos el segundo tiempo del partido cuyo resultado es adverso para todos, todas y todes (“Al final, es la muerte quien vence”, le espetó Stalin a De Gaulle y el hombre de acero inoxidable se quedó tan pancho como el Papa del mismo nombre después de enviar a su nuncio a que reconociera el más que discutible triunfo de Nicolás Maduro en las pasadas elecciones) y nos preciamos de albergar un mínimo de empatía hacia las víctimas de cualquier género de violencia sobrellevamos con bastantes dificultades la ignominiosa (por emplear un eufemismo) labor de blanqueamiento que el zapaterismo, en primer lugar, y el sanchismo, con posterioridad, han llevado a cabo respecto a los, por otra parte, repugnantes, supremacistas y desalmados asesinos etarras: una infecta colección de sicarios, fanáticos, matarifes y tarados, cuya asquerosa cobardía solo ha sido superada por aquellos que decidieron en su momento mirar hacia otro lado, cuando no justificar lo injustificable, darles criminal cobertura o, más recientemente, olvidar el espeluznante legado de sangre, amputaciones, dolor y exilio forzoso (en ningún enclave de la Unión Europea se ha producido un éxodo tan numeroso como en el País Vasco) en favor de un presunto proceso de paz que, en realidad, encubre la claudicación del estado de derecho ante una banda de delincuentes convictos y confesos a los que, de manera tan vergonzosa como inconcebible, se les ha ascendido a la categoría de interlocutores políticos con voz y voto en la toma de decisiones de interés general.
Que tales malnacidos tengan la consideración de héroes en sus localidades natales o que todos los gobiernos hayan intentado integrar a semejante escoria dentro del sistema democrático (con la salvedad de un breve paréntesis dentro del felipato, en que se optó por la eliminación de estos miserables a través de un grupo de mercenarios tan incompetentes como chapuceros) y, prueba de ello, han sido no solo las diferentes treguas, alto el fuego o el acercamiento de presos, que se han producido en todas las legislaturas desde octubre de 1982, sino también la puesta en libertad de muchos de estos psicópatas antes de tiempo, no deja de ser una parte del juego parlamentario (ciertamente incómoda e inevitable) cuando se trata de anteponer a cualquier precio la convivencia entre comillas (en medio de un clima social asfixiante e insoportable, en el que se rechaza al disidente y se silencia con intimidación cualquier planteamiento cívico opuesto a la corriente nazionalista mayoritaria) a la reparación del daño físico y emocional causado a tanta gente.
El último verdugo de esta horda, alimentada desde la cuna y el altar hasta la mismísima escuela con la animadversión irracional y sectaria hacia todo lo que signifique España, que se ha beneficiado de una especie de bonanza penitenciaria (en combinación con una desmemoria colectiva auspiciada y potenciada por el propio gobierno, tan proclive a perdonarse a sí mismo como a amnistiar a sus cómplices), es Garikoitz Aspiazu, ‘Txeroki’, quien, hasta hace unos días, cumplía, en la prisión gala de Lannemezan, 377 años de cárcel por 21 intentos de asesinato y actos terroristas, siendo además condenado por su responsabilidad en la dirección etarra, y que ha sido trasladado a la cárcel vasca de Martutene. Dicho traslado, realizado a petición del reo, se debe a que, en última instancia, le es más factible acceder a una reducción de condena en su tierra natal que bajo la administración francesa.
En Martutene, Txeroki, que se encontrará mucho más cerca de su familia, estará acompañado por otros integrantes de la organización criminal, muchos de los cuales han firmado cartas con peticiones de perdón y se han empezado a acoger a beneficios penitenciarios que tradicionalmente jamás solicitaban. Sin embargo, esta actitud inflexible y arrogante empezó a cambiar en cuanto el brazo político de ETA, EH Bildu, se convirtió en inesperado socio de investidura del actual presidente del gobierno español: el mismo ejecutivo que, a raíz del alud de infundios, mentiras y patrañas que corrieron en las redes sociales como la pólvora, con motivo del niño asesinado en la localidad toledana de Mocejón, pretende imponer a la mayor brevedad un nuevo tipo penal consistente en perseguir y castigar el odio; lo que sin duda no deja de resultar una pretensión legislativa tan absurda como paradójica, viniendo como viene de los mismos que, parafraseando a Weber, han basado su acción política en “satisfacer el odio y el deseo de venganza, satisfacer el resentimiento y la necesidad de tener razón desde el punto de vista pseudo-ético, es decir, satisfacer la necesidad de calumniar y difamar al enemigo”.
GALVA
Somos un país muy civilizado.
Recuerdo ver a Otegi hace 20 años en Barajas, con un único acompañante que no tenía pinta de escolta…Era tan canijo como el batasuni.
Tan pancho el tipo.
Muy civilizado.Demasiado…
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