Hojas muertas

A mis padres, que hoy cumplen cuarenta y cinco años juntos. Casi nada…

El otoño ha llegado y nadie sabe cómo ha sido. Se suceden las estaciones y la vida, Manola, la vida, se llena de tardes mortecinas, cielos nubosos y, a las ocho menos cuarto de la mañana, de tranvías atestados de universitarios que irán desertando poco a poco, a medida que el nuevo curso avance raudo, inexorable, hacia un nuevo final, llevándose consigo las ilusiones y las esperanzas, lo que deja en la realidad esa mácula gris de amanecida, de resaca triste y confusa que es el rastro de todos los sueños rotos.

Transcurren los días, con sus afanes y derrotas, con la imperturbabilidad de lo inevitable, y las noticias envejecen en su efímero acontecer como las hojas secas de los árboles, que son la metáfora, vieja y sobajada, de esta Humanidad caduca y definitivamente perecedera, que se limita a existir porque no le queda otra que seguir adelante, sabedora de que no va a ninguna parte.

Las dos últimas semanas del verano, como un anticipo amargo del invierno, fueron fértiles en nefastos indicios (la tragedia de los refugiados, de todos los refugiados, la desunión europea ante retos imposibles, el delirio catalanista, la machangada de la cumbre de la ONU del Desarrollo Sostenible, la mañas de trilero de Wolkswagen…), que presagian un otoño largo y deprimente. Un otoño descorazonador que arranca con la absurda y desafortunada visita del Papa a un tirano moribundo y cruel, como todos, y con el bombardeo del Ejército Rojo, comandado por Vladimir Putin (siniestro albacea de lo que queda de la antigua URSS), sobre posiciones de la fanatizada guerrilla integrista, contraria al repugnante régimen de Bashar al-Asad.

Sin embargo, no todo resulta tan negativo. La peor presidencia de gobierno que ha conocido nuestra frágil y reciente democracia concluirá el próximo veinte de diciembre. Inmediatamente después, llegará el invierno, que se prevé crudo y prolongado.