El 14 de mayo de 1980, a las 15:30 horas, el montañero natural de Hernani, Martín Zavaleta, hizo cima en el Everest, en compañía del sherpa nepalí Pasang Temba, y se convirtió en el primer hombre nacido en España en alcanzar el techo del planeta. Pero esta Euskal Espedizioa no había sido la primera misión organizada con tal objetivo. Seis años antes, la denominada Expedición Tximist se había quedado a escasos 350 metros de la ansiada meta pero las malas condiciones atmosféricas recomendaron a los escaladores alejarse lo más rápido posible de un trágico desenlace que han encontrado más de trescientos atletas desde que, el 29 de mayo de 1953, Edmund Hillary y Tenzing Norgay coronasen por primera vez el coloso del Himalaya; de hecho, los cadáveres de la mayoría de estos frustrados alpinistas permanecen enterrados en las nieves eternas de estas cumbres como tributo a la insensatez que alienta ciertas empresas humanas y como advertencia a futuros aspirantes a caer bajo el olvido de esta tumba blanca y silenciosa.
Aquella primera intentona vasca, en 1974, dejó un sentimiento de decepción a sus participantes, quienes habían recurrido a la financiación de la firma Cegasa de Vitoria. Sin embargo, nada más bajar, los recalcitrantes montañeros volvieron a pedir permiso al gobierno de Nepal para una nueva escalada. Tuvieron que pasar seis años para que el proyecto recibiera la luz verde y un grupo de doce intrépidos escaladores se lanzaron a la aventura.
Esta segunda expedición estaba formada por: Juan Ignacio Lorente, jefe de expedición; Ramón Arrue, José Urbieta, Felipe Uriarte, Xabier Erro, Ricardo Gallardo, Javier Garaoia, Emilio Hernando, Kike de Pablos, Luis Mari Sáenz de Olazagoitia, Ángel Rosen y Martín Zabaleta. Fue este último el único integrante del equipo que consiguió hacer cumbre, a 8.848 metros de altura, el 14 de mayo de 1980, tras otro intento fallido el día anterior, que dejó a sus compañeros al borde de la hipoxia y la congelación, y que le obligó a utilizar bombonas de oxígeno y el imprescindible apoyo del guía local Pasang Temba.
Zabaleta tenía 31 años cuando posó para la posteridad en la cima del mundo, donde apenas pudo permanecer unos minutos: empezaba a ponerse el sol y había que iniciar el descenso a un enclave más seguro para pasar allí la noche, a resguardo de los gélidos vientos y de la bajísima temperatura.
No obstante, esta hazaña deportiva no estuvo desprovista de polémica. El montañero posó ante la cámara con una ikurriña sobre la que aparecían bordados, a ambos lados, el hacha y la serpiente bajo las siglas ETA (a la izquierda) y un logo anti-nuclear (a la derecha) en el que se leía la consigna: “NUNKLEARRA? EZ ESKEPRIK ASKO”.
Nueve meses después de que se publicara aquella fotografía, el 29 de enero de 1981, el ingeniero vizcaíno José María Ryan Estrada, director de la central de Lemóniz, cuyas obras habían sido saboteadas una y otra vez por colectivos ecologistas, fue secuestrado cuando volvía a su casa. Salió de su despacho a las 19:40 horas porque quería escuchar la intervención televisada del entonces presidente del gobierno, Adolfo Suárez, del que se rumoreaba que acababa de presentar su renuncia al jefe del estado, a la sazón, el mismo hombre que había depositado su confianza en él, tan solo cinco años antes, para timonear el proceso de transición política. El ingeniero Ryan no llegó nunca a casa, ya que lo raptaron, lo amordazaron, lo introdujeron en la caja de un camión y lo trasladaron hasta una lonja en la calle Nagusia, de Basauri, donde ETA había habilitado para él un agujero.
Al día siguiente, los etarras difundieron un comunicado en el que se condicionaba la liberación del secuestrado a la demolición, en un plazo máximo de siete días, de la central nuclear. La empresa propietaria, Iberduero, informó que acataría la decisión que tomasen las autoridades vascas, al tiempo que los técnicos de la compañía se comprometieron públicamente a no hacer funcionar la central hasta que se decidiera su futuro en un referéndum. Transcurridos ocho días de su secuestro, José María Ryan apareció al borde de un camino forestal, con las manos atadas a la espalda y un tiro en la nuca.
No fue el último asesinato cometido bajo el pretexto de impedir la puesta en marcha de dicha instalación, que, dicho sea de paso, jamás entró en funcionamiento. El 5 de mayo de 1982, asumidas por el Gobierno vasco las competencias en energía y después de dar el visto bueno para reactivar Lemóniz, su nuevo director técnico, Ángel Pascual, de 44 años, caía acribillado a balazos (le dispararon hasta veinticinco proyectiles de diferentes calibres) en el interior de su vehículo y en presencia de su hijo mayor Íñigo, de 17 años, que intentó evitar el crimen echando mano de una carpeta escolar. Poco después, en junio de 1982, el niño de 10 años, Alberto Muñagorri, resultaba gravemente herido al estallar una mochila dirigida contras las instalaciones de Iberduero en Rentería.
Solo el aplastante triunfo del Partido Socialista en las elecciones de octubre de 1982, que incluía una moratoria nuclear entre su panoplia de promesas electorales, desactivó (esta vez para siempre) el proyecto de la central de Lemóniz.
De todas las atrocidades cometidas por la banda terrorista ETA en sus más de seis décadas de nauseabunda y sangrienta historia (afirmar como hoy muchos indeseables hacen que esta organización criminal ha desaparecido es algo tan necio e insultante como declarar, con imbecilidad solemne e indisimulado cinismo, que la violencia y la intimidación ya no existen en el País Vasco, de donde han huido más de doscientas mil personas porque no han de sentirse tan felices en esa Arcadia de nazionalistas corruptos y de energúmenos con chapela), el asesinato a sangre fría de José María Ryan fue el que más me revolvió las tripas, tal vez porque su hijo mayor (de cinco hermanos) envió una carta a sus captores a la que los medios (a diferencia de ahora, empeñados en rentabilizar el blanqueo a los miserables que han cogido el testigo de estos matarifes) dieron una calculada difusión. Tenía más o menos la misma edad que el hijo de Ryan y la imagen de su padre (primero retenido, luego cadáver tiroteado como un ciervo abatido en mitad del bosque) me acompañará siempre. Mientras la memoria no me falle. Y mientras me queden fuerzas y energías para maldecir a los malnacidos que le hicieron tanto daño a tantos inocentes. Y para cagarme en ti, Martín Zavaleta, que el pasado fin de semana fuiste ovacionado en San Mamés como un héroe por decenas de miles de individuos como mínimo tan mezquinos y asquerosos como tú. Os maldigo a todos vosotros: cómplices, simpatizantes, cobardes, ignorantes e indiferentes ante el dolor ajeno.