Ya llevamos suficiente tiempo sobre la tierra que pisamos (que pisaron nuestros antepasados y seguirán pisando nuestros descendientes, con permiso de BlackRock, Bill Gates & Company) para saber con una certeza casi absoluta que no debemos confundir la realidad, que es esa piel correosa y obstinada que se presenta cada día antes nuestros ojos y percibimos al simple roce de nuestros dedos, con el sucedáneo apócrifo e impostado que se nos pretende imponer desde el poder (cualesquiera que sea su naturaleza) a través de un relato oficial que no es otra cosa que una tóxica sucesión de mentiras.
Es por ello que, con excesiva frecuencia, en España, esa pretendida realidad prefabricada viene sufriendo súbitas e inesperadas sacudidas que golpean el frágil cristal que cubre el espejo, espejito, al que pretenden asomarnos cual eternos adolescentes, y que se termina rompiendo en mil pedazos para fulminar el engaño y devolvernos a la noche de los tiempos, a nuestra atávica y primigenia condición de criaturas vulnerables, temerosas y desamparadas ante la arbitrariedad de la muerte.
En el paisaje atroz de desconcierto y devastación que, en los últimos días, ha hecho acto de aparición en determinadas áreas geográficas de nuestro país (arrolladas, avasalladas, destruidas con una crueldad solo propia del Antiguo Testamento) resulta especialmente llamativa (entre tanta incompetencia, entre tanta ineptitud, entre tanta abyección) la fugaz imagen de un bebé de doce meses, rescatado junto a su madre, en la localidad valenciana de Riola, por un helicóptero del Consorcio Provincial de Bomberos de Alicante.
Esa secuencia, recogida por la cámara de los propios rescatadores, al igual que la marcha serena, silenciosa y solidaria, sobre el lodazal, de voluntarios y voluntarias, venidos desde la capital del Turia por sus propios medios (muchos y muchas a pie o en bicicleta) y que transportan víveres, ropa y medicamentos a decenas de miles de damnificados, habla del último resquicio de humanidad que nos queda cuando todo lo demás se ha ido al carajo y mientras asistimos, de nuevo, al obsceno espectáculo de unos desgraciados echándose sin el menor pudor las culpas y los muertos los unos a los otros.
Prefiero pensar que, en el fondo, tanto la profesionalidad de los bomberos como el desinteresado altruismo de esa muchedumbre que acude en auxilio de sus semejantes, es la constatación de algo mucho más profundo y más puro (inalcanzable para tanto canalla, para tanto inútil, para tanto sinvergüenza): la revelación sobrecogedora, paradójica e incontestable, de que acaso la vida sea el único misterio en el que reside toda esperanza.